He matado a Rajoy
Me pasaba con algunos novios y alguna vieja amiga. Cuando se quedaban por el camino -voluntariamente o no-, a mí me daba por arrancarles su dimensión íntima; es decir, en mi cabeza, en mi relato, en la propia novela que es la vida -la mía y la de todos, errática casi siempre-, ellos dejaban de comer, de enamorarse, de recibir facturas, de bostezar o de defecar, del mismo modo en el que se abstienen los personajes transitorios que aparecen en los libros sólo un rato. Era absurdo y triste, porque es obvio que continuaban existiendo aunque ya no hablásemos, pero a mí me parecía que no. Sus rutinas se habían detenido en el tiempo por una cuestión de insignificancia.
Me pasaba con algunos novios y alguna vieja amiga. Cuando se quedaban por el camino -voluntariamente o no-, a mí me daba por arrancarles su dimensión íntima; es decir, en mi cabeza, en mi relato, en la propia novela que es la vida -la mía y la de todos, errática casi siempre-, ellos dejaban de comer, de enamorarse, de recibir facturas, de bostezar o de defecar, del mismo modo en el que se abstienen los personajes transitorios que aparecen en los libros sólo un rato. Era absurdo y triste, porque es obvio que continuaban existiendo aunque ya no hablásemos, pero a mí me parecía que no. Sus rutinas se habían detenido en el tiempo por una cuestión de insignificancia.
No hay nada peor que extirparle a alguien su vida secreta, su condición personal. Es algo así como matarlo, deshumanizarlo. Pues bien, creo que he matado a Rajoy: me resulta imposible esbozarlo con quince años y el corazón destrozado, mintiendo a sus padres y tomándose unas litronas en el parque, dándose puntos en la ceja o fumándose un primer cigarro en secreto -y mira que después aspiraba puros como si no hubiera un mañana en la portada de El fumador-. Nuestro -podemos decirlo ya, ¿no?- presidente es tan de coña que, como a ratos le cuesta construir subordinadas, a mí se me hace duro imaginarlo teniendo una conversación fluida con un compadre -algo más ambicioso que un «Luis, sé fuerte»- o elaborando cartas de cortejo para la buena de Viri. ¿Rajoy se descojona? ¿Deglute? ¿Insulta con mala baba? ¿Procrastina? ¿Habrá vivido stendhalazos?
Qué chungo evocar a papá Rajoy escondiéndole los regalos de los reyes magos a los niños Mariano y Juan. Qué extraño intuirlo experimentando sensaciones: rebañando las natillas con el dedo, perdiendo a los bolos, prendándose de una belleza por la calle. Lo confieso, pienso mucho en él: y en hasta qué capa de su mundo doméstico llevará ese papel automatizado de tonto del bote. Se me ocurre que el fenómeno Rajoy sea una conspiración bien organizada, un pitorreo llevado demasiado lejos del que el país entero es cómplice: la prensa, su partido, sus votantes, su oposición, el Rey, todo Cristo aquí, siguiéndole el rollo a ver hasta dónde llega. Él sonreirá sin sal, como siempre, mientras procesa tarde las palabras que le chiva el pinganillo y las reproduce mal. Plácido hombre-cáscara en los focos. The show must go on, claro. Pero, como decía Cernuda, es lástima que fuera (en) mi tierra.