Por qué es tan difícil defender nuestra democracia
Existen, a grandes rasgos, dos modos de defender que la democracia es el mejor (o el menos malo) de los sistemas políticos conocidos hasta hoy. Uno consiste en mostrar la democracia como un terreno donde ciertos valores, buenos de por sí (el pluralismo, la libertad de expresión o religiosa, el respeto a las minorías, la igualdad de derechos, la propiedad privada…), florecen mejor. Y donde ciertos males (el abuso de poder, las detenciones arbitrarias, las torturas, las injerencias en nuestra vida privada…) tienen más arduo prosperar. Esta manera de defender la democracia reposa, por tanto, en una idea: que hay una diferencia entre el bien y el mal; y que la democracia es buena porque es un método que contribuye al primero y pone coto al segundo.
Existen, a grandes rasgos, dos modos de defender que la democracia es el mejor (o el menos malo) de los sistemas políticos conocidos hasta hoy. Uno consiste en mostrar la democracia como un terreno donde ciertos valores, buenos de por sí (el pluralismo, la libertad de expresión o religiosa, el respeto a las minorías, la igualdad de derechos, la propiedad privada…), florecen mejor. Y donde ciertos males (el abuso de poder, las detenciones arbitrarias, las torturas, las injerencias en nuestra vida privada…) tienen más arduo prosperar. Esta manera de defender la democracia reposa, por tanto, en una idea: que hay una diferencia entre el bien y el mal; y que la democracia es buena porque es un método que contribuye al primero y pone coto al segundo.
El segundo modo de abogar en pro de la democracia es completamente diferente. Según esta segunda forma de ver las cosas, en realidad no está nada claro que haya bien o que haya mal. Ahora bien, justo porque no está nada claro qué sea lo bueno y qué sea lo malo, para eso viene en nuestro auxilio la democracia: puesto que ninguna opinión vale más que otra, puesto que ninguna opción es de por sí mejor que ninguna otra, dejemos que sea el mero número de los que apoyan el que decida. Que la cantidad decida la calidad. Al fin y al cabo, este método siempre será menos incómodo que usar la violencia para acceder al poder. Un jurista, al igual que Arnold Schwarzenegger, austronorteamericano, Hans Kelsen, se halla entre los principales sostenedores de esta concepción, que podríamos llamar relativista. (De la otra concepción han sido tan variopintos los valedores que cuesta darle un nombre o un autor como portaestandarte).
Soy poco propicio a la moda actual de criticonear la Transición española. Pero hace unos meses, según anduve repasando discursos parlamentarios de aquella época, noté algo. Cuando en ellos hacía falta defender el nuevo sistema democrático, abundaban los argumentos del segundo tipo mentado, el relativista (o, al menos, abundaban más de lo que le habría gustado a alguien, como yo, que no solo cree que existen cosas buenas y cosas malas, sino que la democracia ayuda a fomentar las primeras). Durante el debate para la aprobación de la Ley de Reforma Política (noviembre de 1976), su defensor, el exfranquista Fernando Suárez, llegó a afirmar que cualquier visión política era igual de digna que cualquier otra, y que justo ese era el motivo para dejar que fuese el pueblo quien votara cuál de ellas prefería. Suárez llegaría años más tarde a catedrático de Derecho, para lo que le vendría bien esta familiaridad con Kelsen.
Los exfranquistas tenían buenos motivos para defender la democracia como un mero recurso a las urnas para decidir qué era lo bueno y lo malo, precisamente porque llevaban cuarenta años haciendo lo contrario: prohibiendo utilizar las urnas con el argumento de que Franco ya sabía en nombre de los españoles qué era para nosotros lo bueno y lo malo. El principal partido de la oposición, el comunista, también tenía buenas razones para reducir la democracia a ir a votar. En primer lugar, porque estaba convencido de que en esas elecciones sus resultados serían magníficos (el chasco de Pablo Iglesias Turrión al ver que el pasado 26 de junio perdía un millón de votos no es nada comparado con la decepción de Santiago Carrillo en 1976, cuando comprobó que su partido solo alcanzaba 20 diputados: ser de ultraizquierda es ir de desengaño en desengaño en España). En segundo lugar, los comunistas se apuntaron a esta concepción relativista porque no pensaban que una democracia española, similar al resto de las europeas, tuviera de por sí ningún valor propio (más allá de facilitarles a ellos el acceso al poder): los comunistas eran marxistas y para Marx la despectivamente llamada “democracia burguesa” no era sino un fraude.
Otros partidos, como el PSOE, que tal vez habrían podido reivindicar la democracia por sus valores propios, tampoco estaban en condiciones de hacerlo. Y por motivos parecidos al PCE: hasta 1979 el PSOE se confesaba marxista, y muy despistado marxista sería uno que alabara más los bienes que nos proporciona la democracia en vez de execrar sus males, con el fin de superarla en un sistema futuro mejor. En suma: nuestra democracia nació relativista, tras un coqueteo libidinoso con la idea de que ningún principio vale más que ningún otro y que, por ello, pongámonos a votar para decidirlo todo, que, como diría Cole Porter, anything goes. Creo que hemos sufrido y estamos sufriendo desde entonces las consecuencias de esta opción filosófica.
Hemos sufrido este relativismo cuando se nos decía que los partidos que apoyaban el terrorismo no podían ser prohibidos, dado que mucha gente les votaba y quién era nadie para prohibir otra opción política. Lo sufrimos cuando nuestros estudiantes salen de la educación obligatoria pensando que democracia equivale a votar mucho y sobre cualquier cosa, no a la defensa de unos derechos absolutos que no son votables. Lo sufrimos cuando otra profesora de Derecho (bien es cierto que no de idéntico nivel intelectual que el de los citados Kelsen o Suárez) y exministra del Gobierno de España, María Antonia Trujillo, defiende que lo mismo vale el derecho de unos estudiantes encapuchados a boicotear una conferencia que el de los conferenciantes a impartirla. Lo sufrimos cuando nos quedamos sin un nombre, distinto al de “democracias”, para los países, como Venezuela o Turquía, en que se celebran elecciones, sí, pero se conculcan todos demás principios democráticos.
¿Existe algún remedio para tales sinsabores? La buena noticia es que existe, ya está inventado y ya está probado. Se llama democracia militante: una democracia que no acepta que quepa cualquier cosa en ella con tal de que “consiga votos”, sino que sabe que defiende unos valores concretos, como los que citamos al inicio. Eso sí, para que una democracia sea militante, hacen falta demócratas que militen en ella. Y será en esta legislatura que se nos viene cuando constataremos si hay más militantes de la democracia que militantes de cada partidito político en nuestra España. O, dicho de otro modo, si hay más patriotas que sectarios.