Trump, Nietzsche y el día en que la derechona también se hizo “progre”
Piense lo que piense la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que hace poco afirmaba en un programa de televisión cultural que quedarse con Hayek o con Marx era “anquilosarse” (y ello con el argumento, tan refrescantemente adolescente él, de que son “pensadores del siglo pasado”), algunos seguimos creyendo que no solo los pensadores del siglo XX (como Hayek) o del XIX (como Marx), sino ¡incluso los del siglo IV antes de Cristo!, como Platón o Aristóteles, pueden sernos de ayuda para entendernos. Es más. Voy a intentar esbozar el argumento de que un controvertido autor del siglo XIX, como es Friedrich Nietzsche, podría resultarnos imprescindible para captar mejor las vicisitudes políticas que hoy nos acaecen.
Piense lo que piense la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que hace poco afirmaba en un programa de televisión cultural que quedarse con Hayek o con Marx era “anquilosarse” (y ello con el argumento, tan refrescantemente adolescente él, de que son “pensadores del siglo pasado”), algunos seguimos creyendo que no solo los pensadores del siglo XX (como Hayek) o del XIX (como Marx), sino ¡incluso los del siglo IV antes de Cristo!, como Platón o Aristóteles, pueden sernos de ayuda para entendernos. Es más. Voy a intentar esbozar el argumento de que un controvertido autor del siglo XIX, como es Friedrich Nietzsche, podría resultarnos imprescindible para captar mejor las vicisitudes políticas que hoy nos acaecen.
Sé que corro riesgos, claro. Nietzsche ha tenido una pésima fortuna en el modo en que se le ha venido interpretando para la política. Baste decir que en los años 30 se leyó como un autor de la ultraderecha nazi; en los años 60, como un autor de la ultraizquierda francesa; en los años 80, como un autor de la posmodernidad italiana. Aun con esos antecedentes, o precisamente como consecuencia de ellos (¿será que los retos me hacen sentir tan adolescente como a Cifuentes denostar el siglo pasado?), creo que ya es hora de incorporar a Nietzsche a un modo más democrático-liberal de pensar la política. Por ejemplo, acerca de qué nos está pasando con el nuevo presidente electo de los Estados Unidos, don Donald Trump.
Si Nietzsche contemplara nuestro mundo, 116 años después de su muerte, constataría satisfecho en cuántas cosas acertó. Una de ellas es aquello que pensadores más recientes como Robert Hughes o Pascal Bruckner etiquetaron hace pocos lustros como “cultura de la queja”. Por supuesto, siempre han existido quejas entre los humanos; por supuesto, quejarse a menudo es justo o inevitable. Pero lo que a Nietzsche, Hughes y Bruckner les pasma es que vivamos en una sociedad en que parece que la queja es ya el único modo de llamar la atención sobre lo que queremos.
En principio, cuando alguien quiere reclamar algo al resto de la sociedad cuenta con muchos métodos para hacerlo. Puede exhibir su queja, sí; pero también podría argumentar racionalmente, o podría mostrar su alegría por ser como es y pedir a los demás que le respeten ese modo de vida, o podría ofrecer a los demás ventajas si acceden a su reclamación, o podría imaginar otros muchos modos de pedir cosas que no sean arrastrase quejumbroso por calles o platós televisivos. De hecho, en siglos pasados, mostrarse quejica en sociedad resultaba a menudo mal visto, propio de seres con poca entereza moral: lo cual seguramente era injusto muchas veces. Pero de ese exceso hemos pasado al extremo contrario, en que exhibir impúdico tus lamentos parece hacerte ganar cierto prestigio, sin atender mucho a si esos clamores tuyos proceden de verdad o no.
Un ejemplo patente de esta cultura de la queja es la exigencia de que todos utilicemos un lenguaje políticamente correcto, para evitar agraviar sensibilidad alguna cuando hablamos. Otro ejemplo es la reclamación de no criticar públicamente nada que pudiera ofender a los miembros de una u otra religión. Un tercer ejemplo es lo que está sucediendo en las universidades de EE. UU., en que cada vez es más difícil debatir sobre cualquier asunto controvertido (raza, sexo, aborto, violaciones…), con la excusa de que una de las posturas en liza podría “ofender” al auditorio y ello sería un grave error. Naturalmente, no me estoy quejando (sería paradójico que yo lo hiciera justo en este artículo) de que se eviten expresiones groseras y ofensivas cuando hablamos: si el fin del lenguaje “políticamente correcto” es evitar que alguien plague su vocabulario de términos como “maricones” o “putos enanos”, bienvenido sea. Tampoco estoy apoyando las meras invectivas personales a los creyentes de una u otra religión; ni estoy lamentando que en un debate universitario se guarde cierta cortesía. Pero quizá estamos yendo demasiado lejos si vemos como ofensivo que se me olvide decir “todos y todas” cada vez que quiero decir “todos”; o si no puedo criticar ninguna idea religiosa, por descabellada que la vea; o si no podemos debatir en esa institución, la universitaria, que se creó hace ocho siglos justo para que fuera más inteligente hacerlo.
Este cansancio ante la cultura de la queja no solo lo sintió Nietzsche hace más de un siglo; lo sentimos también cada vez más hombres (y mujeres, no se me vaya a quejar alguien) de nuestros días (y nuestras noches, no se me vaya a quejar algún noctámbulo). Hay toda una mentalidad, que muchos solemos denominar “progre” para diferenciarla del verdadero progresismo, que abona este empeño por buscar continuamente motivos de agravio, y que confunde eso con “luchar por la justicia” u otros términos morales rimbombantes. Es sabido que buena parte de la izquierda ha sido abducida por estas preocupaciones, y ha olvidado aquellas otras (sí auténticamente progresistas) que tenían que ver con buscar más libertad, más igualdad y más fraternidad entre todos. Pues poca libertad puedes buscar si prohíbes a la gente cuestionar ciertas cosas; poca igualdad consigues si ciertos grupos tienen derechos especiales a no ser criticados; poca fraternidad creas si la política se convierte en un escrutarnos continuamente unos a otros para ver en qué hemos podido ofender a los demás.
Ahora bien, la novedad de las últimas elecciones norteamericanas ha sido que esta mentalidad de la queja y del agravio continuo ha desbordado vigorosa los límites de la izquierda y se ha aposentado ya robusta entre la derecha. Si algo veo en común entre los variopintos fans de Trump (incluidos los fans que tiene acá en esta península) es precisamente que se sienten agraviados por aquellos que han abusado del recurso de sentirse agraviados. Y con Trump han querido (y han creído) tomarse la revancha.
Frente a las feministas que se quejan por todo, los forofos de Trump se quejan de que estas se quejen por todo, y están dispuestos a seguir a cualquiera, como Trump, que deje claro que no le importan esas primeras quejas, aunque sí las segundas. Frente a los defensores de las minorías étnicas que se quejan si abordas temas para ellas peliagudos, los hinchas de Trump gimotean ante esas quejas y gozan por poder, como su líder, hablar de esos asuntos con toda la falta de tacto que sea posible. Frente a quienes se quejan de un lenguaje presuntamente irrespetuoso, los admiradores de Trump se quejan de esos quejicas y exhalan grititos de placer cada vez que su cabecilla se muestra nítidamente grosero. “¡Por fin es la nuestra!”, trompetean de un modo u otro todos los trumpetianos, sin darse cuenta de que esa es la frase que Nietzsche identificó como la más típica del resentido.
Y sin darse cuenta de que una vez que ya están resentidos los negros y los blancos; los inmigrantes recién llegados y los que llegaron hace tres siglos; los homosexuales, bisexuales, intersexuales, asexuales y los que se sienten molestísimos por tener que aprenderse tantas diversidades sexuales; los que estudiaron más y los que estudiaron menos; entonces, justo entonces, la cultura de la queja y del resentimiento ha triunfado del todo. Y hará falta tener cualidades extraordinarias, supercualidades, diría Nietzsche, para escapar de tanto lodo que ya no ofrece punto de apoyo alguno a los que, aparte de quejarnos, hemos venido a la vida a otras cosas.