La valvulita
Un amigo me preguntó el sábado por qué se habla tanto de Cuba últimamente. Tras descartar el sarcasmo, el troleo y un hipotético psicotrópico dejado caer por error del camarero en el cocktail que este amigo se estaba metiendo entre pecho y espalda, me di cuenta de que hablaba seriamente.
Un amigo me preguntó el sábado por qué se habla tanto de Cuba últimamente. Tras descartar el sarcasmo, el troleo y un hipotético psicotrópico dejado caer por error del camarero en el cocktail que este amigo se estaba metiendo entre pecho y espalda, me di cuenta de que hablaba seriamente.
Los que estábamos allí respondimos con el discurso previsible. Castro acaba de morir, Cuba es una dictadura comunista producto de una revolución, su simbolismo político, la crisis de los misiles, el Che, la cercanía a Estados Unidos. Él nos miró como deben de mirar los astrofísicos a los hippies de Formentera cuando estos les intentan vender una pirámide de poder de la quinta dimensión. Y entonces entendí lo que nuestro amigo estaba preguntando en realidad. Descartado el factor emocional, ¿a quién le importa Cuba?
Porque Cuba es un país objetivamente irrelevante. Su población (11,3 millones de habitantes) supera por muy poco a la de Andalucía (8,4) y Galicia (2,7) sumadas. Su cultura no va más allá del folclore y un pequeñísimo número de artistas y escritores de talla internacional. Su ciencia es inexistente. Su PIB per capita está al nivel del de Suazilandia o Namibia. Su peso político y militar, más allá del ya mencionado simbolismo emotivo, es nulo. Sus 15 minutos de fama en la historia del siglo XX llegaron cuando la Unión Soviética la utilizó durante unas pocas semanas como peón sacrificable en su partida de ajedrez con los EE. UU. durante los momentos más calientes de la Guerra Fría.
Por supuesto, la dictadura cubana ha brillado a la hora de asesinar y torturar a sus súbditos, pero (eso hay que concedérselo) no tanto como lo han hecho la pintoresca Corea del Norte o la Camboya de Pol Pot y los Jemeres Rojos. Los 8.190 asesinados por Fidel Castro superan de largo los 3.197 de Pinochet pero resultan anecdóticos al lado de, por ejemplo, los 800.000 asesinados durante el genocidio de Ruanda. Hasta para matar hay clases.
Entonces, ¿por qué hablamos tanto de Cuba? De Cuba y del cabecilla de la dictadura, un anciano sádico y grotesco cuyo legado político e intelectual, más allá de los cadáveres que yacen en el fondo del Golfo de México y enterrados bajo los palmerales cubanos, no pasa de cuatro eslóganes de vergüenza ajena y media docena de posters en las habitaciones de unos cuantos adolescentes convencidos de que el odio es una ideología lo suficientemente firme como para construir sobre él el gulag de sus sueños.
En realidad, Cuba ha sido poco más que el tonto útil del capitalismo. Un enemigo ínfimo, inofensivo y circense, incapaz de provocarle el más mínimo rasguño a las democracias liberales, pero útil como pan y circo para esa izquierda paleolítica que se pasea por nuestros televisores y redes sociales con un discurso del grosor de un folio. Un papel, por cierto, ese de válvula de escape de las presiones del capitalismo, tan necesario como cualquier otro para el buen funcionamiento del sistema. El día que los adolescentes del poster se den cuenta de ello van a explotar algunas cabezas.