Se gana siempre
Había escrito y enviado ya esta modesta pieza navideña cuando un atentado ensangrentó la Navidad en Berlín. El mercadillo del que hablo yo se vuelve así abruptamente signo de civilización herida. Y esas «vidas normales» sobre las que reflexiono, regalos divinos ante las vidas rescindidas por la violencia fanática.
Había escrito y enviado ya esta modesta pieza navideña cuando un atentado ensangrentó la Navidad en Berlín. El mercadillo del que hablo yo se vuelve así abruptamente signo de civilización herida. Y esas «vidas normales» sobre las que reflexiono, regalos divinos ante las vidas rescindidas por la violencia fanática.
Entre cambiar el tono del artículo, o escribir otro, he preferido dejar inalterado el texto. También se ha de cantar, dijo el poeta, en los tiempos oscuros.
Paseaba la otra tarde por un mercadillo de Navidad. Junto a las engalanadas barracas donde se venden adornos y bagatelas, había un alegre y barroco tiovivo, que giraba y giraba haciendo bailar sobre la plaza a la propia música, embriagadoramente infantil. Había también casetas de feria, donde los niños se arracimaban con sus padres, queriendo probar su suerte.
Me fijé en que había dos tipos de puestos: estaban, por un lado, las habituales casetas de tiro; en ellas, el perdigón o balín certero que agujerea la diana trae un premio, generalmente un peluche o pequeño juguete. Como todo el mundo sabe, las escopetas de estos establecimientos o están trucadas o son tan defectuosas que es raro alzarse con trofeo alguno. Pero luego había otras casetas de las que colgaba un cartel que decía: «Se gana siempre». Es decir: Hagas lo que hagas, algo te llevas. A mí, siempre que tengo ocasión, lo que me gusta es exhibir destreza, de modo que decliné orgulloso el ofrecimiento de una victoria segura y eché mis cuartos con la escopeta trucada. Marré, claro. Mala suerte para mi hija.
«Se gana siempre». La frase me acompañó un rato. Iba dándole las vueltas. No deja de ser otro amaño. Una ilusión. ¿Qué sería más adecuado? ¿Hacer jugar a mis hijos en la caseta tramposa, en la que perderán casi siempre, o llevarles a esas otras que les prometen satisfacción segura? ¿Qué escuela es mejor? La primera les hará prevenidos y tolerantes a la frustración, pero también suspicaces e incluso cínicos. La segunda los podría hacer crédulos, víctimas fáciles de cualquier engaño, pero acaso también optimistas y confiados en sus posibilidades.
Si tan solo hubiera, me dije, casetas benevolentes pero honestas, que hiciesen probar la miel y la hiel en dosis parecidas. Porque de ambas está compuesta, al cabo, la vida. Una vida normal, al menos. Recordé en este punto, a Don Quijote. Vladimir Nabokov, en el curso de lectura que dedicó a la novela de Cervantes, se molestó en contar todas las veces en que Alonso Quijano salía con bien de un lance. Quería refutar así la falsa imagen recibida de un Don Quijote desdichado y siempre vencido. La cuenta arrojó un inverosímil empate: a lo largo de la novela, computados minuciosamente cada riña, batalla o duelo, Don Quijote pierde veinte y gana otras veinte. Es muy probable que Cervantes no fuera consciente de estar apuntando a tan asombroso equilibrio, pero en eso consiste el genio.
De ahí también el atractivo inmortal del personaje. Sabe que quien sale en pos de un ideal nunca será derrotado del todo. Y aunque a todos nos espera al final del camino la capitulación ante el Caballero de la Blanca Luna, bien haremos mientras tanto en atar, como se hace en Navidad, nuestra mirada a una estrella.