Soy feminista y amo a los hombres -que amo-
El otro día, un espontáneo de Twitter se enfadó conmigo por entrevistar a Jorge Cremades y lanzó a los cielos una cuestión: qué le habrán hecho los hombres -ojo, en bruto, ¡en bloque!- a la tal Lorena G. Maldonado para asediar a un varón así, con tamaña inquina. Yo pensé en contarle cuánto amo a Berni, el camarero del bar al que vamos algunos compañeros y yo los jueves al salir del trabajo -que nos abastece de tortilla y copas, nos deja fumar cuando se va su jefe y nunca mira el reloj-; e inmediatamente me atropellé y quise explicarle de qué modo amo también a Cortázar cuando recita Dadora de playas, con sus ojos separados de extraterrestre o de pez y su voz abriéndose paso por huecos de mí que no existen.
El otro día, un espontáneo de Twitter se enfadó conmigo por entrevistar a Jorge Cremades y lanzó a los cielos una cuestión: qué le habrán hecho los hombres -ojo, en bruto, ¡en bloque!- a la tal Lorena G. Maldonado para asediar a un varón así, con tamaña inquina. Yo pensé en contarle cuánto amo a Berni, el camarero del bar al que vamos algunos compañeros y yo los jueves al salir del trabajo -que nos abastece de tortilla y copas, nos deja fumar cuando se va su jefe y nunca mira el reloj-; e inmediatamente me atropellé y quise explicarle de qué modo amo también a Cortázar cuando recita Dadora de playas, con sus ojos separados de extraterrestre o de pez y su voz abriéndose paso por huecos de mí que no existen.
Quise decirle cuantísimo adoro a los taxistas de esta ciudad -y al pizzero de mi distrito, y al paciente cajero del Santander que ha renunciado ya a que me haga tarjeta de crédito-; a Fede, porque con él se me hace de día, a mi hermano menor, que me da besos torpes, y al padre enorme que nunca sabe escoger palabras para consolar a la niña que llora, pero las busca incansablemente. Al profesor de Filosofía que me prestó los libros que no prestaría a nadie, al viejo fotógrafo de guerra que me dijo “nunca te conformes”, a mis amigos escritores que se levantan a las cinco de la mañana para parir un sólo párrafo y borrar folios enteros.
Quiero a los hombres buenos, a los tiernos, a los lúcidos -también a los crápulas-, a los valientes, los triviales y los amargos; a los que llegan aquí a jugar sólo como seres humanos. Estamos en el mismo equipo. Los elijo, nos elegimos constantemente. Los prefiero cerca y no, claro que no me oprimen. Nos miramos de igual a igual. A Gonzalo, que viene a verme por las tardes y nunca habla del futuro; a Enrique, que me diagnostica porque me intuye. Algunos huelen a camisa planchada. Otros tienen risas salvajes y hermosas. A unos cuantos los he visto dormir.
Cómo iba a entender ese mentecato virtual que amo de lejos al hombre que ya he tenido y aún de cerca al que nunca tuve. Qué culpa tendrán ellos, mis socios feministas, de que les cuelguen dos testículos igual que a tanto tullido moral, igual que a tanto asesino, igual que a tanto machista irredento. Qué plato roto van a pagar si vienen con cantidades industriales de inteligencia y de respeto. Yo no los juzgo en comunidad por su testosterona, faltaría más: mi género tampoco es el responsable de tanta lerda que anda suelta. ¿Saben eso? Quien generaliza, pierde. O peor: quien generaliza, no ama.