Quién (no) fue Jesús de Nazaret
Arduo resulta encontrar una figura que haya marcado la historia mundial de modo más contundente que Jesús de Nazaret, cuyo nacimiento conmemoramos estos días. De los 7.400 millones de personas que hoy pululan por la Tierra, casi un tercio pertenecen a alguna de los miles de confesiones religiosas que se remontan a él como protagonista de su fe. Otras religiones, como la mormona, o la islámica, que agrupa a una cuarta parte de la población mundial, también le otorgan un papel sumamente destacado. La misma Natividad se celebra por todo el planeta, incluso en culturas budistas, hinduistas o la japonesa, muy alejadas todas ellas del Occidente que solemos asociar con lo navideño. Y, contra la percepción que solemos tener los europeos de un declive del número global de cristianos (dado que en nuestro continente ese número sí que baja y baja cada vez más), lo cierto es que cada año aumenta en aproximadamente un 1 % el número de seguidores de Jesús en todo el mundo. De hecho, los seguidores del cristianismo evangélico han crecido en las últimas cuatro décadas a un ritmo el doble de veloz que el también pujante islam, verbigracia.
Arduo resulta encontrar una figura que haya marcado la historia mundial de modo más contundente que Jesús de Nazaret, cuyo nacimiento conmemoramos estos días. De los 7.400 millones de personas que hoy pululan por la Tierra, casi un tercio pertenecen a alguna de los miles de confesiones religiosas que se remontan a él como protagonista de su fe. Otras religiones, como la mormona, o la islámica, que agrupa a una cuarta parte de la población mundial, también le otorgan un papel sumamente destacado. La misma Natividad se celebra por todo el planeta, incluso en culturas budistas, hinduistas o la japonesa, muy alejadas todas ellas del Occidente que solemos asociar con lo navideño. Y, contra la percepción que solemos tener los europeos de un declive del número global de cristianos (dado que en nuestro continente ese número sí que baja y baja cada vez más), lo cierto es que cada año aumenta en aproximadamente un 1 % el número de seguidores de Jesús en todo el mundo. De hecho, los seguidores del cristianismo evangélico han crecido en las últimas cuatro décadas a un ritmo el doble de veloz que el también pujante islam, verbigracia.
Con todo y con eso, Jesús sigue siendo una de las figuras más misteriosas de nuestro pasado. Lo fue ya en su presente: cuando Jesús hizo una pequeña encuesta entre sus seguidores para saber qué se contaba de él por ahí, las respuestas que recibió fueron de lo más variopintas (Mt 16:14). Ahora bien, por fortuna vivimos una etapa maravillosa de la humanidad en que ciencias de todo tipo (desde la arqueología hasta la historia, pasando por la filología, la hermenéutica o incluso la botánica) están suministrando una inmensa cantidad de saberes que nos ayudan a despejar mil y una dudas sobre este personaje. Aunque también sea típico de nuestros tiempos que el público general, por desgracia, conozca bastante menos de esos desarrollos científicos que de las elucubraciones novelísticas, también contemporáneas, sobre si Jesús tuvo relaciones sexuales o no con María Magdalena, por ejemplo.
¿Cuáles son esas cosas que las ciencias nos han enseñado en los últimos decenios sobre Jesús? Lejos de mi intención está, naturalmente, pretender resumir aquí todas esas ricas y a menudo sesudas aportaciones. Pero sí podemos recordar unas cuantas. Por ejemplo, unas cuantas cosas que ya sabemos casi con certeza que Jesús de Nazaret no fue.
Jesús no fue, para empezar, un ser inexistente, inventado por unos seguidores confabulados para hacérselo creer al resto de la humanidad. Es cierto que resulta más sensacionalista y te hará conseguir unos cuantos clics más de internet el negar tajantemente que este galileo siquiera viviera. Mas la verdad es que existe un consenso prácticamente absoluto entre todos los estudiosos (ya sean creyentes, agnósticos o ateos) sobre esto. Como suele recordar el profesor Antonio Piñero (uno de los investigadores españoles con más prestigio en este campo, acérrimamente agnóstico por lo demás), si negamos la existencia de Jesús tendríamos que negar también la de otras figuras como Alejandro Magno o Julio César: pues de ellas contamos comparativamente con muchos menos testimonios. Existe además un sólido argumento para confirmar la existencia real de Jesús: desde el inicio del cristianismo se lanzó todo tipo de acusaciones contra su persona para desprestigiar a los que le proclamaban como su salvador. Se acusó a Jesús de ser el hijo bastardo de la coyunda de una judía, María, con un legionario romano llamado Pantera; se le tildó de mago engañabobos con sus milagritos; se le pintó como un demagogo seductor de la plebe más ignorante. Pero nunca, nadie (y los enemigos no fueron pocos) acusó a Jesús en aquellos primeros tiempos de ser un mero invento. Si tus enemigos más crueles no te acusan de algo es que saben que tienen pocas probabilidades de triunfar con esa acusación; en este caso, y estando tan cercana la época en que vivió Jesús, parece claro que acusarle de inexistente iba a ser poco exitoso cuando aún vivían personas, no necesariamente afines a Jesús, que podrían confirmar el haberle visto, y dejar por tanto al que le acusara de inexistente como un mero cantamañanas.
Otra cosa que sabemos que Jesús no fue es esa figura mansurrona y pacifista, una especie de gurú hippie, que muchos (tanto cristianos como progres no cristianos) quieren dibujarnos. Cierto es que parece que Jesús acató su condena a muerte por las autoridades romanas sin rebelarse (aunque no olvidemos que de poco le habría valido resistirse: si hay algo en que los romanos no fallaban era en aplastar a cuantos les desafiaran). Pero el resto de su vida está pespunteado de sucesos que es imposible calificar como “no violentos”: cuando, fuera de la temporada de higos, se acerca a comer de una higuera y, lógicamente, esta no tiene higos, su reacción es maldecirla y secarla de raíz (Mc 11:12-14, 20-21). Cuando extrae los demonios de un poseso en Gerasa, los dirige hacia una piara de unos dos mil cerdos, que endemoniados se precipitan hacia un barranco y mueren en su totalidad (Mc 5:13). Cuando los romanos le prenden, su seguidor más íntimo, Pedro, saca una espada y corta con ella la oreja de uno de los atacantes (Jn 18:10): algo que indica que Jesús no había aplicado en su grupo ni mucho menos una política de cero armas. Y cuando el propio Jesús agredió a los mercaderes y cambistas del templo de Jerusalén lo hizo de tal modo que, si hoy alguien atacara así a los que venden postales a la entrada de cualquier catedral católica, lo reputaríamos de bien poco pacífico (Mt 21:12). Puede argüirse que toda esa violencia contra plantas, animales o personas son solo alegorías usadas por los redactores de los evangelios; pero, desde luego, son alegorías que no habrían utilizado los seguidores de alguien a quien considerasen un alma almibarada, incapaz de toda violencia.
Por último, y tal vez lo más curioso, hoy no cabe duda de que Jesús no fue… cristiano. El cristianismo es una religión que crean los seguidores de Jesús cuando ven que no pueden continuar haciendo lo que en principio ellos querían continuar haciendo, dado que era lo mismo que le habían visto hacer a Jesús: seguir cumpliendo con la religión judía. Jesús fue judío, tan judío como hoy lo es Netanyahu o como lo es cualquier personaje ídem de una película de Woody Allen. Todo un libro bíblico, los Hechos de los apóstoles, nos narra esa época primera en que seguir a Jesús no era más que una corriente peculiar del judaísmo (como también lo eran los fariseos, saduceos o esenios). Enseguida, naturalmente, surgirían los problemas: la mayoría de los judíos no aceptó esa forma especial que tenían los partidarios de Jesús de seguir la religión judía; les acabarían expulsando de sus sinagogas y los cristianos tendrían que adoptar un nuevo nombre (que los propios Hechos nos narran que surgió en Antioquía, lustros después de muerto Jesús) y constituirse como nuevo grupo religioso. Pero el propio Jesús jamás usó ni oyó, ni mucho menos promovió, la etiqueta de “cristiano” más que la de “fan del Real Madrid” o “amante del impresionismo francés”.
Durante siglos de religión cristiana, al modo de hablar de lo divino que no hace afirmaciones (“Dios es esto o aquello”), sino negaciones (“Dios no es ni esto ni aquello”) se le ha llamado apofático. Y ha sido el modo de hablar favorito de sus místicos. Alguien podría decir que este artículo nos ha quedado un tanto apofático: nos hemos concentrado en lo que Jesús no fue más que en aquello que realmente fue. El contraste con tanto predicador que, segurísimo de quién fue de veras Jesús, proclama sus ideas sobre él desde púlpitos u ondas radioeléctricas acaso resulte llamativo. Pero ese es siempre el sino de la ciencia: estar más segura de lo que puede refutarse que de lo que puede aseverarse con rotundidad. Aunque siempre nos quedarán, por supuesto, cosas que afirmar rotundamente: como, pongamos por caso, mi deseo de unas muy felices fiestas a todo el que, leyendo este artículo, me haya acompañado hasta aquí.