El cuerpo altruista
Hay dos tipos de argumentos contra la legalización de la prostitución (o a favor de su abolición). El primero sostiene que nadie o casi nadie se prostituye de modo voluntario. La mujer –más raramente el hombre– está atrapada en una relación de dominación que es en esencia injusta. El argumento se completa con el razonable añadido de que el consentimiento lo vicia tanto la coerción física como la ausencia de opciones vitales. Si alguien es desesperadamente pobre no cabe entender que entregarse a prácticas marginales en busca de dinero equivalga a verdadero trabajo voluntario.
Hay dos tipos de argumentos contra la legalización de la prostitución (o a favor de su abolición). El primero sostiene que nadie o casi nadie se prostituye de modo voluntario. La mujer –más raramente el hombre– está atrapada en una relación de dominación que es en esencia injusta. El argumento se completa con el razonable añadido de que el consentimiento lo vicia tanto la coerción física como la ausencia de opciones vitales. Si alguien es desesperadamente pobre no cabe entender que entregarse a prácticas marginales en busca de dinero equivalga a verdadero trabajo voluntario.
La segunda clase de objeción no se basa en la injusticia congénita a obligar a alguien a actuar contra su voluntad. La compraventa de sexo se considera inherentemente degradante, y eso con independencia de si es libremente aceptada o no. Degrada al que lo vende, rebaja al que lo compra, y corrompe el propio acto y momento del sexo. Según está línea argumentativa, incluso en una sociedad libre de pobreza donde pudiéramos suponer que el sexo pagado es siempre sexo libre, su comercialización seguiría siendo algo condenable.
Por supuesto, ambos argumentos no son excluyentes y pueden sumarse. Pero mantener ambas objeciones separadas informa de la complejidad del debate. En puridad, si el primer argumento se demostrara cierto –y la mayoría de casos ofrecen pocas dudas–, no habría tal debate. Si la prostitución acarrea necesariamente explotación entonces todos estaremos de acuerdo en abolir la venta de sexo y solo discutiremos el modo más eficaz de hacerlo. Pero si una desprejuiciada y rigurosa investigación sociológica pudiera convencernos de que un porcentaje no despreciable de mujeres, y también de hombres, ejercen la prostitución de forma libre, entonces el debate sería pertinente. Todo el peso del rechazo a la prostitución regulada descansaría en el segundo tipo de objeción. Y no es lo mismo –esto es lo interesante– objetar que una práctica no es justa a decir que no está bien.
Decir que algo no está bien equivale a expresar que nos genera repugnancia. Y los economistas saben que la repugnancia moral levanta fronteras a la hora de diseñar un mercado. La venta de órganos no vitales es un ejemplo clásico. El problema es que el asco no es siempre universal. Algunas prácticas son sancionadas por unas sociedades y no por otras. Abundantes restricciones dietéticas lo atestiguan. Sabemos, además, que la repulsión no es un instinto fijo, sino capaz de variar, incluso de esfumarse: la esclavitud o el préstamo con interés son actividades cuya sanción social ha variado radicalmente a lo largo de la historia. Para complicar las cosas, a veces ni siquiera entendemos de dónde brota la grima: en California está prohibido comer carne de caballo, sin que nadie sepa explicar muy bien el origen de tal prohibición en una sociedad tan multicultural. La repugnancia se basta a sí misma y no necesita justificarse.
No es fácil explicar por qué una misma conducta, apetecible y bella cuando se da sin cargo ni ventaja, nos parece repugnante si entra en escena el dinero u otro tipo de recompensa. La ética, las ciencias naturales y sociales, y la religión podrían hacer interesantes calas al respecto. El filósofo liberal comunitarista Michael Sandel ha escrito iluminadoras páginas sobre el tema en «Lo que el dinero no puede comprar». Para el caso del sexo, su lectura me sugirió esta conjetura: con nuestro cuerpo queremos ser altruistas. En un mundo cada vez más penetrado de los valores del mercado –y en muchos ámbitos esto puede ser beneficioso– el cuerpo, nuestra posesión más íntima, pertenece aún a un orden sacro. Nos cuesta concebirlo como mera cosa susceptible de rendimiento. Ello explicaría la resistencia, con diversa intensidad, a admitir una familia de conductas relacionadas con el uso del cuerpo: no sólo el sexo por dinero; así la pornografía y los oficios que suponen un grado de desnudez; la gestación subrogada, la experimentación con embriones o cadáveres –cuerpos del futuro o del pasado–; la compraventa de órganos o el consumo de drogas, en tanto que autolesión; o el deporte profesional agresivo (el boxeo, que estuvo prohibido, todavía no se juzga del todo respetable). No podemos asegurar que todo lo que hoy nos parece repugnante o meramente de mal gusto nos lo vaya a parecer siempre. Pero, aun erosionado por las leyes de la oferta y la demanda, se resiste a claudicar un viejo principio que podríamos enunciar así: Con nuestro cuerpo sólo cabe hacer regalos.