La conjura de los amables
Empieza a ser habitual que la muerte de una persona famosa levante una marejada de insultos e improperios en las redes sociales. No tiene la crueldad, en principio, nada de novedoso, salvo por el medio por el cual se propaga, lo que la hace más visible y acaso más contagiosa. El justamente llamado trol, perito en broncas y por lo común ignaro, es una expresión más del lado oscuro de internet, junto con la proliferación de embustes capaces de alterar el curso político de países enteros, y la generación de «cámaras de eco», donde se escucha sólo la reverberación venenosa de los prejuicios propios. Pero no sólo la red se llena de montaraces. El mundo físico es un lugar también cada vez más desabrido. Y para combatir la fealdad ideológica que entenebrece el siglo, se me ocurre que quizá sea hora de defender, en una audaz maniobra subversiva, la olvidada virtud de la amabilidad.
No vivimos, ciertamente, en una época propicia al antaño imperativo universal de la gentileza. Esta implica, para empezar, cierto barroquismo en las formas, que se condice mal con el tempo acelerado del mundo moderno. La cortesía no es informativamente relevante y nos hace perder tiempo. Tampoco armoniza la amabilidad, que nos obliga a prestar oído a las necesidades de otro, con el individualismo, el más importante rasgo de nuestra civilización desde el Renacimiento. Bien pensado, ni siquiera creemos que sea una verdadera virtud. Decimos de una persona que es muy amable como si se tratase de un don con el que ha nacido, haciendo de la amabilidad más gracia de la genética que conquista del carácter. Si nosotros mismos somos huraños es porque no hemos tenido tanta suerte. Y del deseo de agradar colegimos una personalidad servil y mediocre.
Consideremos también el gran prestigio cultural del maleducado: no vemos en las series de televisión protagonistas afables y atentos, y sí numerosos antihéroes groseros que pisotean los sentimientos de los demás. Un buen ejemplo es lo que ha hecho nuestra época con el personaje de Sherlock Holmes. En las novelas de Conan Doyle, así como en las primeras películas, era un personaje excéntrico y maniático, sí, pero caballeroso y correcto en la conversación. Muy lejos de sus celebradas reencarnaciones modernas, sea la de Hugh Laurie en House o la de Benedict Cumberbatch en Sherlock: aspérrimos sociópatas necesitados de infligir continuas humillaciones verbales a sus interlocutores.
Yo entiendo a los guionistas, porque funciona, y porque en parte estoy de acuerdo con André Gide cuando dice que con buenos sentimientos no se hace buena literatura. Como cualquier otro escritor, a menudo siento que ceder a la tentación del sarcasmo haría que la frase me quedara más redonda. Es una tentación especialmente irresistible en España, país donde, desde Quevedo y a pesar de Cervantes, las letras se rocían con vitriolo antes de ir a la imprenta y el sarcasmo pasa demasiada a menudo por inteligencia.
Las cosas no son tan sencillas, lo sé. El mundo está lleno de huraños bondadosos y de amables abyectos. Todos preferimos el capitán Haddock a Tintín, todos celebramos una buena puya: son los grandes insultos, en mucha mayor medida que los grandes elogios, los que la tradición se pasa de mano en mano. Pero no son conductas generalizables. Aunque convengamos que una pizca de malicia sala y condimenta la existencia, es y ha de ser tan sólo eso, el condimento.
Por todo ello, en una época en que la chabacanería se enseñorea de mentes y corazones, en la que nuestras opciones ideológicas vuelven a estar marcadas por el rencor, acaso la modesta práctica de la amabilidad –en la medida en que nuestra dignidad lo permita– sea el primer gesto eficaz de resistencia. Y quién sabe, a lo mejor incluso nos gusta.