Hablemos de la gestación subrogada
Querida, probablemente sabrás que andamos ahora en el Reino de España debatiendo sobre la gestación subrogada. Ya sabes, ese método mediante el que una mujer decide ayudar a otra persona o pareja a tener un hijo, gestando su embrión cuando ella o ellos no pueden, por diversos motivos, hacerlo. Es algo cada vez más practicado en cada vez más países: en Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Portugal, Sudáfrica, Reino Unido, Grecia, Estados Unidos ya cabe hacerlo de modo plenamente legal.
Querida, probablemente sabrás que andamos ahora en el Reino de España debatiendo sobre la gestación subrogada. Ya sabes, ese método mediante el que una mujer decide ayudar a otra persona o pareja a tener un hijo, gestando su embrión cuando ella o ellos no pueden, por diversos motivos, hacerlo. Es algo cada vez más practicado en cada vez más países: en Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Portugal, Sudáfrica, Reino Unido, Grecia, Estados Unidos ya cabe hacerlo de modo plenamente legal.
Estoy seguro de que es un asunto que te interesará. Quizá te acometa la duda, por ejemplo, de quién puede oponerse a algo tan bello como ayudar a otros a tener hijos; de quién puede oponerse a que esos niños, que de otro modo no podrían siquiera nacer, lleguen a existir. Te vas a sorprender, pero son fundamentalmente dos grupos que creen defender a las mujeres (aunque quizá solo defiendan una idea estrecha de lo que son las mujeres) y que creen defender el amor (aunque quizá solo defiendan una idea estrecha del amor). Se trata de las feministas radicales y la jerarquía católica. Y de los seguidores de ambos. Es decir, no todas las feministas ni todos los católicos. Pero sí numerosos, y muy locuaces, representantes de ellos.
Puedo imaginar tu cara de asombro: feministas y obispos, por decirlo amablemente, no es que se lleven a menudo demasiado bien. Te reconoceré que yo también veo esta una coalición de lo más divertida, la verdad. Las feministas radicales suelen denostar a los obispos por no dejarlas hacer “con su cuerpo”, como ellas dicen, lo que ellas quieran, en cuestiones como el aborto o la píldora anticonceptiva. También les suele molestar un tanto que entre esos obispos, o en todo el clero católico, no haya ni una sola mujer. Por su parte, el episcopado parece últimamente muy afanado en demostrar que hay una cosa llamada “ideología de género” que amenaza a la civilización occidental porque ha permitido que las lesbianas y los gais se casen con aquellos a los que aman. Ya sabes que yo no creo que exista la ideología de género. Pero sí creo en la existencia de los obispos. Incluso soy amigo personal de alguno de ellos. Y también soy amigo de presenciar las trifulcas contra las feministas a que esas ideas suyas les conducen. De modo que forman aquí una alianza un poco pintoresca estos dos grupos, dudo que siquiera ellos lo puedan negar. Luego te explicaré, sin embargo, por qué guarda bastante lógica que ambos se pongan del mismo lado de la barrera en este asunto. Pero antes déjame que te cuente los argumentos de unas y otros para oponerse a la subrogación.
Las feministas suelen aducir que gestar así es algo que “cosifica” o “mercantiliza” el cuerpo de las mujeres. Dicen que las mujeres que aceptan ayudar a otras a tener así hijos se convierten en “vasijas” de ellas. Habrás pegado un respingo probablemente al ver que estas feministas llaman de esta forma a otras mujeres solo porque discrepan de ellas: “vasijas”. ¿Por qué no ollas, o cazuelas, o marmitas? Me temo que hoy, en 2017, quizá aún nos queda un largo camino de respeto a todos, incluidas las feministas, por recorrer.
Pero vayamos más allá de la metáfora de cocina y lleguémonos al argumento. Según este modo de ver las cosas, si una mujer presta a otras personas su tiempo y su útero para ayudar a que nazca un crío, está de algún modo “comercializando” su cuerpo. Y eso está mal. Estaría vendiéndose a sí misma, y no se debe vender a personas. Habrás notado enseguida, pues naciste bastante aguda, que este argumento feminista se cae por su propio peso si la mujer que gesta al niño lo hace gratis: poco puede venderse alguien que hace algo a cambio de ningún dinero, solo por deseo de ayudar a los demás. Es lo que se conoce como gestación altruista, y es la que está implantada en la mayoría de los países que antes te cité.
Ay, pero también sabrás que me gustan los retos argumentativos y, por tanto, querría que te fijaras en los casos en que la mujer sí recibe algún dinero a cambio de gestar al hijo de otros. Es el caso, por ejemplo, de los Estados Unidos. ¿Podemos hablar ahí de “mercantilización” del cuerpo de la mujer? ¿O de “comercialización” de su útero? ¿Si yo uso una parte de mi cuerpo para ayudar a otras personas, me estoy de veras “mercantilizando”? Percibirás pronto que este modo de ver las cosas, si lo adoptásemos de modo coherente, nos llevaría a conclusiones de lo más extrañas. Al fin y al cabo, en cualquier trabajo uno emplea en especial alguna parte de su cuerpo para ayudar a los demás: el albañil utiliza sus brazos y sus piernas, la científica su cerebro, el presentador de televisión su cara y su voz (aunque todos ellos también emplean cerebro, brazos, piernas, cara, corazón e hígado, claro, no podemos dejar parte de nuestro cuerpo en el ropero al entrar a trabajar). Trabajar es en cierta manera eso: poner nuestro cuerpo y sus esfuerzos al servicio de otros, y recibir una compensación por ello. Nadie cree que por este motivo “nos hayamos vendido”. O solo gente como Paul Lafargue, ya lo habrás leído, el yerno de Marx, que pensaba que existía un “derecho a la pereza” y que era deseable que dejásemos todos por completo de trabajar.
En este punto es interesante volver hacia los obispos y hacia los conservadores católicos y escuchar sus argumentos, pues creo que aquí ellos sí pueden aportar algo que las feministas no. Ellos te dirán que hay una diferencia entre poner tu útero al servicio de los demás y poner a ello tus manos o tu cerebro. Que el útero de algún modo es especialmente “sagrado” y que por ello no debería participar en ningún trato en que haya dinero de por medio, pues este lo “contaminará”. Reconozco que es una postura que tiene su coherencia: elevar algo al rango de sagrado implica no mezclarlo con otras cosas; y si crees que el dinero es de por sí algo sucio, mucho menos con él. El error de esta argumentación (y de nuevo habrás sabido pillarlo) es que uno tiene todo el derecho del mundo a considerar sagrados los úteros, las reliquias de Santa Rita o la Caaba en La Meca; pero lo que no debe es obligarnos a reverenciarlos como sagrados a los demás. Todas las democracias han surgido de ponerle un freno a las iglesias y decirles que lo que ellas ven como sagrado no tiene sentido que nos lo impongan al resto. De modo que los obispos harán muy bien en no prestar sus úteros para la concepción de bebés si es que ven sus propios úteros como sagrados. Pero no deberían prohibir a otras mujeres, con una idea diferente de lo sagrado, que ayuden como mejor vean a los demás. De hecho, algunos quizá veamos casi sagrado y sin duda hermoso el hecho de colaborar para que una nueva vida venga a la luz; y nadie debería quitarnos esta idea nuestra de lo sagrado, como nadie debería prohibirles la suya a los obispos y a cuantos les quieran obedecer.
Con todo lo que te he dicho, habrás ya atisbado cuál es el motivo por el que feministas, obispos y los seguidores de unas y otros coinciden en sus prohibiciones aquí. Todos ellos creen que saben mejor que tú o que yo, o que las mujeres que gestan por subrogación en los países libres citados, qué es lo que deberíamos hacer. Y no solo creen saberlo, sino que creen que tienen derecho a obligarnos a hacerlo. Apuesto que a ti te gusta tanto leer a John Stuart Mill como a mí. Y que por eso sabemos que en una sociedad libre eso no se puede consentir: nadie sabe mejor que tú o que yo o que una mujer adulta cualquiera lo que a ti o a mí o a esa mujer nos conviene. Tenemos libertad para decidir qué hacer con nuestras vidas. Podemos, naturalmente, equivocarnos al final, no somos papas infalibles; pero eso también es parte de nuestra libertad.
Por ello, querida, aunque escucharemos atentos a los argumentos de feministas, obispos e, incluso, si algún día existen, obispas feministas, al final la decisión sobre si algo es correcto, siempre que no dañe a terceros, deberá ser de cada uno. Y ambos sabemos que la gestación subrogada no daña a nadie que no se quiera implicar en ella. Sobre todo lo sabes tú, que has conocido a la mujer que te gestó y tienes una excelente relación con ella. Tú, que te preguntas por qué algunos denigran a esa mujer, reduciéndola a un mero órgano humano, cuando la llaman “vientre de alquiler”, igual que se llama “espaldas mojadas” a los inmigrantes que no gustan o “cabezas cuadradas” a los que razonan de modo que nos desagrada. Tú, que sabes que tus padres recurrieron a la gestación subrogada porque te querían muchísimo ya antes de que existieras, a pesar de que debieron lidiar con otras personas que se oponían a que existieras. Tú, que tienes ya veintitantos años, vives en la España del año 2040 y estás leyendo esta carta que te escribí hace mucho tiempo, rodeado de alguna gente que ahora, si te mira a los ojos, no sabe muy bien cómo reaccionar.