Mamá, mi mejor amigo se llama Leyre
Acababa de cambiar a los niños de cole y como la madre pelmaza que soy, de cuando en cuando les preguntaba si ya habían hecho amigos. A las pocas semanas, el de 6 años salió encantado de clase y me dice…
Acababa de cambiar a los niños de cole y como la madre pelmaza que soy, de cuando en cuando les preguntaba si ya habían hecho amigos. A las pocas semanas, el de 6 años salió encantado de clase y me dice:
-Mamá, mi mejor amigo se llama Leyre.
Así quedó la cosa, hasta que días más tarde, mi hijo vuelve a hablarme de su mejor amigo Leyre y yo, despistada, sin caer en lo que está pasando, le digo:
-Pero cielo, Leyre es nombre de chica. ¿Tu amigo no será una chica?
-No, qué va, mamá -insistió mi hijo. –Leyre es un chico.
Pocos días después, en el colegio se celebraba San Isidro. Banderines, linternas de papel, música de verbena a todo trapo. Pequeños de todas las razas, disfrazados de Majas y Chisperos, bailaban a ritmo de chotis. Todo imposiblemente madrileño y multicultural. Me pareció un oxímoron de la vida. Metáfora maravillosa. Lo más local, el traje y el organillero, envolviendo los más internacional: niños de todos los países. Castizas de seis años, de rasgos orientales, embutidas en vestidos de lunares. Negras esbeltas, con los rizos apresados por claveles y pañoletas. Pelirrojas vikingas con taconazos y volantes. Gamberros de todos los colores. Sentí que el localismo popular no podía apresar aquella explosión genética. Entre el delicioso gentío de gente bajita, vi a Leyre. Era el mejor chulapo de la fiesta. Bailaba con uno de mis hijos. Gorrilla ladeada, chaleco de pillo, ojo guiñado, pie levantado, clavel en el ojal. Era el chulo que castiga. Su madre, a mi lado, me dijo: “Leyre lo tiene muy claro. Quiere vestir de chico”. Mientras los dos “Pichis” giraban agarrados, miré a esa madre y sonreí. Me sentí llena de hermosura, del placer de un mundo que ha reventado en millones de mundos imposibles de contender en un disfraz. Le dije: “Bravo por Leyre y bravo por ti”. Hoy pienso en todas las Leyres y en todos los niños que están atrapados por la etiqueta de la ropa, del sexo, de la visión uniformadora. Encorsetados por la ley de la ignorancia. Cómo los admiro. También pienso en sus madres y padres, a los que les deseo todo el amor y me digo, con esperanza, que el silencio de antaño se está dispersando. Cómo me alegro por Leyre de que hoy, todos, hablemos de transexualidad.