Un feminismo
Hoy es 10 de marzo de 2017, un día, supongo, anodino, rutinario, pasajero, propicio al olvido, como los rostros de los compañeros de viaje en el vagón del metro; un día sin expectativas de género épico o de mayores victorias, a lo sumo una noche de concupiscencias o desenfreno de las pasiones, de certezas universales e inconfesables, de todo lo que bajo la etiqueta de humano nos hace divinos. Pero eso acaso sea esperar demasiado. Hoy, que no hay cifra ni fiesta de calendario, leo una noticia en la que el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta un dato bastante crudo: en varios países, Burundi o Rusia, dos ejemplos, uno lejano y otro más próximo, hay leyes que culpan a la mujer de la violencia doméstica; es decir, la mujer es la responsable de que cualquier animal denigre sus derechos fundamentales, su dignidad, su libertad, su igualdad.
Hoy es 10 de marzo de 2017, un día, supongo, anodino, rutinario, pasajero, propicio al olvido, como los rostros de los compañeros de viaje en el vagón del metro; un día sin expectativas de género épico o de mayores victorias, a lo sumo una noche de concupiscencias o desenfreno de las pasiones, de certezas universales e inconfesables, de todo lo que bajo la etiqueta de humano nos hace divinos. Pero eso acaso sea esperar demasiado. Hoy, que no hay cifra ni fiesta de calendario, leo una noticia en la que el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta un dato bastante crudo: en varios países, Burundi o Rusia, dos ejemplos, uno lejano y otro más próximo, hay leyes que culpan a la mujer de la violencia doméstica; es decir, la mujer es la responsable de que cualquier animal denigre sus derechos fundamentales, su dignidad, su libertad, su igualdad.
Tanto asombra la noticia como su escasa difusión, aunque estos sean, cabe decir, asombros de distinta naturaleza. El primero se debe a la estupefacción, repulsa, rechazo; el segundo, más leve, de ahí lo secundario, lo accesorio, al modo en que lo afrontamos. Y es que no se suelen leer, ya sea en debates, exhortaciones políticas, comentarios… sucesos de este alcance. Sí abunda, al menos en lo que se puede comprobar desde la experiencia, la discusión feminista de tintes partidistas, o de sesgos ideológicos, en donde las propuestas –estamos en el incómodo campo de las intuiciones, de las sensaciones- no dirimen y centran su contenido en la mujer, sino en hacer de ellas un instrumento con el que ofrecer una conveniencia, un interés propio. Social, cultural, político. Como cuando alguien afea a una política una conducta o una mala gestión, y esta recrimina al contrario, para así evadir su supuesta responsabilidad, una actitud machista. No es la defensa de la igualdad formal lo que aquí importa, sino un sutil ejercicio de dialéctica cuyo fin es dar la vuelta a la tortilla. Esto no quita, claro está, un ápice de verdad a los que así defienden el feminismo, aunque lo estimen como un adorno snob; sin embargo, la honestidad, la otra cara de toda causa noble, se pierde. Una pérdida, simulemos un agujero, por la que entran tantos argumentos reaccionarios, aprovechando que la credibilidad pasa por Valladolid.
Mientras tanto, tal como relatan en la ONU, en países como Bangladesh o Burundi, sus códigos penales miran de soslayo cuando el asunto trata violaciones o desprecios varios a la mujer por el simple hecho de ser mujer. Pero eso no copa el retuit ni el mensaje viral; de eso no nos ocupamos, preocupamos, como conjunto; no son, en la generalidad, los temas sobre los que planteamos y en los que debatimos. Y ya sea de manera consciente o pecando de ingenuidad, pasan desapercibidos. Como este 10 de marzo de 2017.