Treinta mil
Te queman la casa. Te tiran el auto al mar. Te roban todo lo que tienes. Esconden los documentos. Te niegan la información del catastro, de tu situación laboral y fiscal. Y te hacen responsable de decir exactamente cuánto valía lo que te robaron, lo que te destruyeron, lo que te escondieron. Y si das un número aproximado, te acusan de no decir con exactitud cuánto fue. “Está diciendo más; es que quiere ganar plata con esto. Calcula en su beneficio”.
Te queman la casa. Te tiran el auto al mar. Te roban todo lo que tienes. Esconden los documentos. Te niegan la información del catastro, de tu situación laboral y fiscal. Y te hacen responsable de decir exactamente cuánto valía lo que te robaron, lo que te destruyeron, lo que te escondieron. Y si das un número aproximado, te acusan de no decir con exactitud cuánto fue. “Está diciendo más; es que quiere ganar plata con esto. Calcula en su beneficio”.
En el remanido tema de la acusación a las organizaciones de derechos humanos de Argentina (también en otros países de la región, pero sobre todo en Argentina) por “inflar” el número de desaparecidos siento que están haciendo lo mismo. Este 24 de marzo, el 41º. Aniversario del Golpe de Estado del general Videla en Argentina, vuelve a la palestra esta “acusación”: que no fueron 30.000 los desaparecidos, que son muchos menos. Que las organizaciones mienten para avanzar en sus supuestos oscuros intereses.
Los que defendieron a los dictadores, los que miraron para otro lado, los que tuvieron suficiente para lavar su conciencia diciendo entonces que “algo” habrán hecho, ahora acusan a las asociaciones de derechos humanos de no ser precisos, de aumentar en su beneficio el número de desaparecidos. Como si en eso hubiera algún beneficio.
Quiero decir hoy que esta acusación me parece una infamia. El sistema que impuso la dictadura militar tuvo precisamente como uno de sus ejes centrales el horror del no saber. El desaparecido desaparece de las estadísticas. No está, no existe.
Ellos mismos se cuidaron bien de no dejar rastro. Y de quemar después los pocos rastros que sí habían dejado. Y también de infundir miedo, miedo atroz a pedir explicaciones, a preguntar, a presentarse, a poner el nombre en una lista.
¿Realmente se puede acusar a algunos, muchos o pocos, de los familiares por no haber presentado una denuncia formal? ¿Son todos los que fueron en 1979, en plena dictadura a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, a que las turbas arengadas por un locutor deportivo los increpara en plena calle? ¿Realmente en un país donde hubo un golpe de estado tras otro durante medio siglo se puede exigir que a muy poco de acabar una dictadura se presentaran todos a dar testimonio a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas?
¿No es cierto que en muchas provincias los que acusaron, fomentaron, ayudaron en las desapariciones y el establecimiento de campos de concentración todavía tienen poder y pueden provocar miedo? Fueron ellos los que hicieron todo lo posible para que no se sepa el número. En esa nebulosa aterradora del “nadie sabe qué pasó” está el triunfo del terror.
Hace unos años estaba dando unos talleres para periodistas en Guatemala. Y en el Museo Histórico de la Policía Nacional, donde se guardan los documentos que cuentan muy fragmentaria y tenuemente las matanzas de ese trágico país centroamericano, me contaron que en los comienzos de las dictaduras dejaban los cuerpos torturados en las cunetas, para que los familiares los encontraran.
Pero que después que vinieron los “asesores militares” argentinos, los represores de Centroamérica aprendieron que era mucho más efectivo como arma de disuasión el horror del no saber. A partir de entonces los cuerpos entonces se enterraron en fosas comunes, se tiraron al mar, desaparecieron.
¿Cuántos? Esa era una de sus armas más efectivas: no se debía saber cuántos. ¿Y ahora acusan a las víctimas de mentir con el número?