Taxi Uberistán
Sin ánimo de redactar un estudio de mercado o un folleto turístico, es patente que la exclusividad de la que hasta hace muy poco ha gozado el gremio del taxi ha ido erosionando la calidad de su servicio.
Anoche vi por primera vez Taxi Teherán, la última película de Jafar Panahi. En ella, el propio director y guionista actúa como taxista que circula por la capital iraní simulando grabar clandestinamente a ciudadanos que comparten transporte mientras hablan por teléfono, discuten entre ellos o graban en el móvil su última voluntad. En Europa, naturalmente, la esencia principal del taxi es que uno evita compartir transporte público con extraños, aunque desde hace pocos años el gremio deba repartir la cuota de transportados con biplazas de alquiler por trayecto y con vehículos de transporte colectivo (VTC)[contexto id=»383900″]. Una de las empresas pioneras en este último sector, Uber, ofrece incluso compartir transporte entre extraños que vayan a tomar rutas similares. Otra de ellas, Cabify, es quizá la más popular en España y por ello motivo de protesta para el gremio del taxi, como queda de manifiesto cada cierto tiempo en televisión. Y digo en televisión porque, con los VTC, el taxi va perdiendo hasta su capacidad de influir en el mercado a través de la huelga.
Sin ánimo de redactar un estudio de mercado o un folleto turístico, es patente que la exclusividad de la que hasta hace muy poco ha gozado el gremio del taxi ha ido erosionando la calidad de su servicio. En París, a donde viajo todo lo que puedo aunque menos de lo que quisiera, la comparación es insostenible. En la ciudad que tan mal sabe mezclar primer y tercer mundo, e independientemente del idioma que se hable, los taxistas son auténticos piratas diletantes que parecen hacer lo posible por arruinar el día del cliente. Quizá por ello aún recuerde el gozo escéptico que experimenté cuando, sentado en la terraza de La Palette y presto a tomar un taxi para cenar, apareció el vehículo negro que mi acompañante mexicana acababa de solicitar sin ni siquiera interrumpir nuestra conversación y un amabilísimo Abderramán nos ofrecíabonbons.
Y sin embargo, qué difícil resulta despojar al taxi madrileño de su personalidad entrañable de bar antiguo. Es cierto que, tal vez por ser primavera y la mala memoria clave de la felicidad, olvidamos la frustración estival de tomar uno y constatar que la temperatura interior es idéntica a la exterior. Sólo entonces –y en el mejor de los casos— el conductor pondrá en marcha el aire acondicionado, inútil por supuesto en un trayecto tipo de menos de diez minutos. Es probable que al calor sofocante se añada el hediondo e imprescindible ambientador, creando el escenario perfecto para una conversación sobre fútbol o política municipal. Pero lo cierto es que, para un trayecto corto en Madrid a temperaturas soportables, lo más rápido es levantar una mano y que un coche blanco cruce temerariamente cuatro carriles para detenerse junto a nosotros. Que si las copas nos han sentado bien es más divertido todo un taxista que un mero conductor. Que sigue siendo más canalla aparecer en según qué sitios bajando de un taxi como en una película de Almodóvar. Que un cabify esperando a un imputado a la salida de la Audiencia Nacional podría llevar a la revolución.
Con todo, lo ideal parece una coexistencia ordenada entre ambos servicios. La economía de mercado debe procurar variedad en la oferta y libre elección en los demandantes. Desconozco si es cierta la alegada desproporción numérica entre taxis y VTC. No obstante, la competencia en un mismo servicio contribuye a elevar de forma generalizada los estándares de calidad o a bajar los precios, algo que no parece estar sobre la mesa. El carácter empresarial y jerarquizado del VTC despersonaliza y perfecciona un poco más nuestra existencia –ofreciendo conductores impecables, música a elegir y temperatura perfecta—, pero observado con imparcialidad puede tomarse como un necesario revulsivo para el sector del transporte público.