¿Por qué Rajoy?
¿Rajoy o Rivera? Rajoy, incluso por sus defectos. Cuando se trata de definir sus cualidades, pocos políticos como el Presidente Rajoy generan tanto consenso entre críticos y aduladores. Y bien está, porque en nadie como en los políticos se ve tan claro que las virtudes que uno tiene suelen ser indiscernibles de sus defectos.
¿Rajoy o Rivera? Rajoy, incluso por sus defectos.
Cuando se trata de definir sus cualidades, pocos políticos como el Presidente Rajoy generan tanto consenso entre críticos y aduladores. Y bien está, porque en nadie como en los políticos se ve tan claro que las virtudes que uno tiene suelen ser indiscernibles de sus defectos.
Sus críticos tienen buena parte de razón cuando dicen, por ejemplo, que Rajoy no es hombre de grandes ideas. Lo que quieren decir es que no es hombre de rígida ideología y de eso dependen tanto el sano escepticismo necesario para comprender los asuntos humanos como la hábil flexibilidad necesaria para gobernarlos. El escepticismo que le hace ser más conservador por talante que por dogmatismo, que entiende perfectamente que sólo puede haber progreso y reforma donde hay estabilidad, y que parece hacerle desconfiar de las ideas de los propios tanto como de los augurios y profecías de los adversarios. Rajoy no compra ni tiene por qué comprar el discurso según el cual la revolución está a las puertas para acabar con él y con todo lo que representa.
Anacrónico e inmovilista, dicen. Porque la serenidad de Rajoy choca con la histeria colectiva y es el mejor antídoto que hemos encontrado a los tumbos de una opinión publicada convencida de adentrarse en una época de grandes cambios pero incapaz de explicarlos y mucho menos de conducirlos. Inmovilista, claro, por entender que sumándose a la agitación reinante es más fácil destruir que reformar y que la única forma de asegurarse la centralidad cuando todos corren en todas direcciones es mantenerse firme y justo donde se está. Inmovilista, decíamos, por entender que donde no hay espacio para el acuerdo moverse es chocar. Y así, sea con Cataluña o sea con la corrupción, Rajoy deja en manos de la ley lo que tampoco podría resolverse sin ella. Consciente, cabe imaginar, de que si la ley resultase insuficiente para resolver todos los problemas políticos es, también, porque no todos los problemas políticos admiten solución.
Uno se hace grande mutando el defecto en cualidad y la necesidad en virtud. El Presidente sin ideología parece ser quien menos necesidad tiene de actualizar su ideario cada cuatro días y el anacrónico e inmovilista quien con mayor serenidad parece capear las tormentas del presente. El progreso, decíamos, depende de la estabilidad. Y la estabilidad pasa por no gobernar al dictado del telediario.