Memento mori 2.0
Si William Blades hubiese vivido en el siglo XXI en vez de en el XIX, habría incluido en su exhaustivo catálogo de Los enemigos de los libros a los virus informáticos. Junto al fuego, al agua, al gas, a los sirvientes, a los niños, a la cucaracha rubia y a los biblioclastas, habría añadido, además de los biblioplastas -que merecen otro artículo-, los problemas informáticos, capaces de bloquear en un segundo bibliotecas inmensas de libros electrónicos y de perder, lo que es peor por lo que tienen de únicos, libros inéditos o en avanzado proceso de escritura.
Si William Blades hubiese vivido en el siglo XXI en vez de en el XIX, habría incluido en su exhaustivo catálogo de Los enemigos de los libros a los virus informáticos. Junto al fuego, al agua, al gas, a los sirvientes, a los niños, a la cucaracha rubia y a los biblioclastas, habría añadido, además de los biblioplastas -que merecen otro artículo-, los problemas informáticos, capaces de bloquear en un segundo bibliotecas inmensas de libros electrónicos y de perder, lo que es peor por lo que tienen de únicos, libros inéditos o en avanzado proceso de escritura.
Se notará la angustia personal que motiva estas líneas. Se levantaba la alarma mundial hace unos días por el virus Wanna Cry, que afectaba a Telefónica, al Servicio Sanitario británico y a media China. A Disney unos piratas informáticos le han robado Piratas del Caribe, haciendo una voluta barroca y pidiendo un rescate considerable. Yo, con ese egoísmo que caracteriza a los escritores, me eché a temblar por los poemillas inéditos que guardo en mi ordenador. Recordé una parábola de Fernández Mallo en la que un rico deja en un papel escrito a mano que su testamento está recogido en un diskette, pero el progreso ha hecho que ese dispositivo esté obsoleto y sea ilegible. Concluye Mallo que los últimos avances son los primeros en quedar trasnochados y que nada tiene más futuro que lo de siempre.
Mientras imprimía a toda prisa todos mis poemas inéditos, por si acaso, también pensaba que, en una nueva versión de la novela Fahrenheit 451, no haría falta que nadie prendiese fuego a los libros. Bastaría un virus informático letal, con su apocalipsis posmoderno posterior, para que los amantes de la literatura tuviésemos que repartirnos el trabajo de memorizar nuestras obras favoritas. Propongo que, por si acaso, empecemos ya. Tener instalado en la memoria cualquiera de los momentos sublimes del espíritu humano resulta impagable e imborrable.
Quizá esté exagerando, pero confesemos que esa distopía de virus informáticos voraces ha cruzado la mente de muchos estos días. Hemos visualizado la pérdida de nuestros archivos, lo que nos ha llevado —de egocentrismo a hipocondría— a imaginar escenarios peores aún que los que los medios nos están pintando. Cuando se juntan nuestros miedos interiores y los de la prensa, el virus nos da su verdadera cara. Es un memento mori. Nos hace recordar la fragilidad de las grandes construcciones humanas y la inestabilidad de la fortuna. La sociedad no tiene los pies de barro: los tiene de bits. Los antiguos se ponían una calavera en la mesa, nosotros tenemos a Wanna Cry en la cabecera de los periódicos.