Disparos de verdad
‘Con los ojos bien abiertos’. Esta leyenda, con letras grandes y sobre una pared roja, recibe a los visitantes de la exposición sobre los cien años de la cámara Leica, en la Fundación Telefónica de Madrid. Raro es el que se resiste a fotografiarla. Todos llevamos una cámara encima siempre: la del móvil; cualquiera puede sentirse fotógrafo en Instagram. Y gran parte de la culpa de que haya tanto fotógrafo malo en busca de gloria la tiene Oskar Barnack, el creador de la Leica.
‘Con los ojos bien abiertos’. Esta leyenda, con letras grandes y sobre una pared roja, recibe a los visitantes de la exposición sobre los cien años de la cámara Leica, en la Fundación Telefónica de Madrid. Raro es el que se resiste a fotografiarla. Todos llevamos una cámara encima siempre: la del móvil; cualquiera puede sentirse fotógrafo en Instagram. Y gran parte de la culpa de que haya tanto fotógrafo malo en busca de gloria la tiene Oskar Barnack, el creador de la Leica.
Barnack construyó en 1914 el primer modelo funcional de una cámara compacta, lo que hoy sería una cámara ergonómica. “Negativos pequeños, imágenes grandes”. Ese era el lema. Se acabaron aquellas cajas pesadas, los molestos trípodes. Empezaba una nueva era. Los fotógrafos podían llevarse la cámara adonde quisieran, ya fuera un estudio de moda o la trinchera de una guerra. La Leica, como el teléfono móvil, cabía en el bolsillo del abrigo.
Los mejores fotógrafos la usaron: Henri Cartier-Bresson, Garry Winogrand, Robert Frank… Con una Leica retrató Alberto Korda al Che Guevara en esa revolucionaria imagen tan explotada por el capitalismo. La de Korda es una de las 400 fotografías expuestas en la muestra de la Fundación Telefónica. Fotos en blanco y negro, en color; fotos artísticas, callejeras; fotos de celebraciones, trágicas… Con una Leica cazó Robert Capa la muerte de un miliciano, la mejor fotografía de guerra de la historia, que en realidad es un fraude. La revista Life la publicó en 1937, un año después del inicio de la Guerra Civil española, con el siguiente pie de foto: “Robert Capa capta con su cámara el momento en el que un miliciano es abatido con una bala en la cabeza”. Ochenta años después se supo que todo fue un montaje. El único disparo fue el de Capa: le pidió a un miliciano que bajara corriendo y simulara que lo habían alcanzado.
Por eso el encuadre era tan bueno. Por eso Capa estaba tan cerca. Por eso, porque era mentira, parecía verdad.
Este episodio me vino a la cabeza delante de un beso eterno: el que le dio un marinero a una enfermera en Times Square, Nueva York, el día que acabó la Segunda Guerra Mundial. El icono del fin del conflicto, obra de Alfred Eisenstaedt. Mientras miraba la imagen pasaron por mi lado un hombre y una joven.
—Esta foto dicen que también es un montaje —dijo él.
—No, no es que fuera un montaje —respondió ella—. Es que estaba borracho y la chica no quería. No es nada romántica.
“Sentí que él era muy fuerte. Me apretaba. No estoy segura del beso. Solo era alguien que celebraba. No fue algo romántico”, dijo Greta Zimmer Friedman, como se llamaba la enfermera. En cambio, no consta que el marinero, George Mendonsa, fuera borracho. “Yo había ido con una amiga a un show al Radio City Hall, cuando interrumpieron para decir que la guerra había acabado. Salí fuera, estaba exultante, vi a una enfermera y la besé por pura alegría”, explicó. Esta es la versión oficial, porque al menos once hombres dijeron ser el marinero de la foto y otras tres mujeres se reconocieron como la enfermera.
Para que luego digan que la verdad no importa.