THE OBJECTIVE
Víctor de la Serna

Esas emociones, en 1977…

Cuántas emociones olvidadas regresan hoy al repasar viejos textos. Qué rápidamente saltamos, hace cuatro decenios, del final de una gris y burocrática dictadura a la esperanza de que iba a ser posible recuperar tanto tiempo perdido frente a una Europa próspera, moderna, libre y reconciliada: en año y medio habíamos pasado del lúgubre «Españoles, Franco ha muerto» de Arias Navarro al «Puedo prometer y prometo» de Adolfo Suárez en el último día de la primera campaña electoral democrática. Creímos a Suárez y lo ratificamos en el poder, e hicimos bien. Sí, había en él algo del tahúr del Misisipí que le colgaría Alfonso Guerra, y le faltaba un tanto de poso cultural y político, pero era un hombre de acción y de diálogo que derribaba obstáculos y que quizá habría evitado algunos males nacidos tras su defenestración en 1981 por los golpistas. El terrorismo de Estado y la corrupción no iban con él.

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Esas emociones, en 1977…

Cuántas emociones olvidadas regresan hoy al repasar viejos textos. Qué rápidamente saltamos, hace cuatro decenios, del final de una gris y burocrática dictadura a la esperanza de que iba a ser posible recuperar tanto tiempo perdido frente a una Europa próspera, moderna, libre y reconciliada: en año y medio habíamos pasado del lúgubre «Españoles, Franco ha muerto» de Arias Navarro al «Puedo prometer y prometo» de Adolfo Suárez en el último día de la primera campaña electoral democrática. Creímos a Suárez y lo ratificamos en el poder, e hicimos bien. Sí, había en él algo del tahúr del Misisipí que le colgaría Alfonso Guerra, y le faltaba un tanto de poso cultural y político, pero era un hombre de acción y de diálogo que derribaba obstáculos y que quizá habría evitado algunos males nacidos tras su defenestración en 1981 por los golpistas. El terrorismo de Estado y la corrupción no iban con él.

Menos de dos años antes yo había regresado de una corresponsalía en Estados Unidos que me había enseñado tanto como una carrera universitaria sobre el abuso de poder y sobre cómo se defiende una democracia, forzando a la dimisión al taimado y tramposo Richard Nixon. Aquí nos faltó introducir en nuestra Constitución y en nuestras leyes los suficientes cortafuegos como para evitar que la corrupción se instalase cómodamente y dejase al sistema, 40 años más tarde, contra las cuerdas mientras las fuerzas antaño extraparlamentarias suben a la conquista del Parlamento. El predominio de las maquinarias de los partidos, frente a la responsabilidad directa de los electos frente a los votantes, ha sido el punto más débil de nuestra democracia.

Aquel 15 de junio, y aquí es donde el recuerdo se vuelve más personal, en casa de la familia La Serna hubo mucha trepidación. «¡Me acaba de llamar el Rey!», me dijo mi padre, sorprendidísimo. Fue uno de esos 41 senadores reales que, llenos de buena voluntad -y a veces de un candor excesivo, creyendo sinceramente que aquel intenso espíritu de reconciliación reinante vencería los revanchismos y los afanes rupturistas-, participaron en la tarea constituyente. Lo pudieron hacer mejor, sí. Y mucho peor también.

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