El gremio de los finales infelices
No conozco un solo periodista de plantilla (entiéndanme, de los considerados rasos) que gane más de 1.500 euros brutos, la mitad de lo que El País considera, con arreglo al caso Goytisolo, un salario digno. (Del artículo «Goytisolo en su amargo final», en que Franciscco Peregil contaba cómo las penalidades habían acabado por sumir en el desaliento al escritor barcelonés, me llamó la atención que el propio diario, en su estimable labor de auxilio, fijara en 3.000 euros brutos el sueldo mínimo para no vivir en precario).
No conozco un solo periodista de plantilla (entiéndanme, de los considerados rasos) que gane más de 1.500 euros brutos, la mitad de lo que El País considera, con arreglo al caso Goytisolo, un salario digno. (Del artículo «Goytisolo en su amargo final», en que Francisco Peregil contaba cómo las penalidades habían acabado por sumir en el desaliento al escritor barcelonés, me llamó la atención que el propio diario, en su estimable labor de auxilio, fijara en 3.000 euros brutos el sueldo mínimo para no vivir en precario).
Descuiden, no es mi intención endilgarles una dickensiana, sobre todo porque si lo fuera, me bastaría con remitirme al estándar tarifario de la mayoría de las colaboraciones en la prensa digital. No, mis reparos son estrictamente técnicos y tienen que ver con el desempeño del oficio, es decir, con la (im)posibilidad de que pueda haber periodismo si quienes lo ejercitan son un hatajo de pobretones.
El trato con las fuentes, por ejemplo, exige del redactor una cierta presencia (de ánimo). No quiero decir con ello que debamos ir vestidos como Llàtzer Moix o Tom Wolfe, pero sí que una imagen más o menos pulcra (no hablo aquí de la elegancia, que, como el talento, se tiene o no se tiene) favorece que nuestro entrevistado o informante, ya sea político, cocinero o sicario, nos brinde la versión más sofisticada de sí mismo, que a eso y no a otra cosa debemos aspirar. Y quien dice vestir bien dice comer bien, visitar de vez en cuando París, frecuentar tertulias, ir a ver a Flotats al teatro Borrás, tomarse el tiempo que haga falta para releer a Pla, emborracharse en los bares de Enric Rebordosa, ir a recitales de Mayte Martín y flirtear con pintoras ocurrentes.
Hay novelistas exitosos que a la menor oportunidad declaman: «Yo empecé a escribir para follar». Bien, en el periodismo se folla para escribir. La razón, obviamente, es que nuestra gloria no puede ser efímera, pues los periódicos han de salir a diario. En el trasfondo más literal de esa certeza conversan a Ava y Dominguín.
-¿Adónde vas ahora?
-¿Adónde voy a ir? ¡A contarlo!
Pero follar, como vivir, es caro, y eso ya no hay periódico que lo pague. Lo más preocupante de los 3.000 brutos que cobraba Goytisolo es que incluían la ausencia de libido.