El linchamiento
Aquella historia armó un buen revuelo en la revista. Nunca habían llegado a la redacción tantas llamadas y cartas por una obra de ficción como aquel verano. De las cerca de trescientas cartas que enviaron a la autora, en solo trece se dirigían a ella con respeto. La mayoría eran de amigos.
Aquella historia armó un buen revuelo en la revista. Nunca habían llegado a la redacción tantas llamadas y cartas por una obra de ficción como aquel verano. De las cerca de trescientas cartas que enviaron a la autora, en solo trece se dirigían a ella con respeto. La mayoría eran de amigos.
“¿Puede ser que la lotería sea un comportamiento bárbaro, quizá un vestigio de la Edad Media, que todavía se perpetúa en Estados Unidos?”, se preguntaban desde Canadá, “¿En qué parte del país tiene lugar?”.
“¿The New Yorker sigue con su política de bromas intelectuales?”, cuestionaba alguien en Connecticut.
“Ustedes publican cualquier historia que reciben –reprochaban en Puerto Rico–, solo que tiran a la basura el último párrafo antes de que aparezca en la revista”.
En Nueva York también andaban mosqueados:
“¿El único propósito era impactar desagradablemente en el lector?”.
“Estoy esperando una disculpa personal de la autora”.
“El efecto del cuento es tan horrible y espantoso que no puedo entender qué sentido tiene publicarlo”.
Y en Maine: “Supongo que a veces una revista decide publicar algo que no tiene ningún sentido solo para que la gente hable”.
“¿Quién es Shirley Jackson?”, decía otro lector con condescendencia. “No puedo resolver si es un genio o una versión femenina de Orson Welles más ingeniosa”.
“Si sigue con estas historias, perderá a sus lectores más devotos, entre los que –hasta ahora– me contaba”, advertían desde Missouri.
Un periódico de San Francisco incluso pidió explicaciones sobre el significado del cuento en un artículo que llevó en primera página. Montones de lectores cancelaron sus suscripciones a The New Yorker. Había tres tipos de lectores: los ingenuos, los que hacen conjeturas y los faltones.
“Gracias por dejarnos echar un vistazo a ese pedazo de impreso nauseabundo carente de ficción que apareció en uno de sus números recientes”, escribió un señor desde Indiana. “Leemos unos cuantos párrafos al pasar la cabeza de nuestro amable vecino por la batidora eléctrica, y haremos lo mismo con su parte superior una vez descuartizada”.
Cuando Shirley Jackson envió el cuento a la revista, Harold Ross, editor de The New Yorker, advirtió a la escritora de que ‘La lotería’ (incluida en Cuentos escogidos, editados por Minúscula) podría desconcertar a algunos lectores. ¿Quieres que diga algo en particular a los lectores molestos?, le preguntó Ross a Jackson. “No, respondí, nada en particular; solo era un cuento que había escrito”.
‘La lotería’ es un relato corto sobre una celebración anual en un pequeño pueblo, de unos 300 habitantes. Todas las familias, con los niños recogiendo piedras para el premio final, participan en un sorteo que acaba de forma macabra. Una historia que a Jackson se le ocurrió un día caluroso mientras empujaba cuesta arriba el cochecito de su hija, y quizá ese esfuerzo hizo que el cierre fuera más afilado.
Aunque un relato duro, la autora estaba encantada porque lo había escrito con facilidad, y a su agente no le resultó difícil venderlo a la revista. Jackson en ningún momento se paró a pensar que “la gente que lee cuentos es muy crédula, grosera, a menudo iletrada, y le preocupa terriblemente que se rían de ella”. Ni que sufriría un linchamiento como el que ejecutan ahora los cuervos de Twitter con su trino ruidoso. Aquel episodio fue un viral antes de los carnívoros titulares de internet. Un trending topic en el verano de 1948.
“Si pensara que se trata de un muestrario representativo del público lector –reflexionó Jackson–, dejaría de escribir”. Y que sigan ladrando los guardianes del buen gusto.