La democracia o el populismo de los ilustrados
Duro diagnóstico el que presenta José María Lassalle en su Contra el populismo (Debate, 2017). Duro y bien recibido porque puede suponer un golpe retórico efectivo contra el fenómeno estudiado. Bien recibido también por su interesante definición del carácter del populismo: su emotivismo contrario a la razón, su asamblearismo contrario a las instituciones de la democracia liberal, su fundamento en el miedo y en el resentimiento, su relación con el relativismo …
Duro diagnóstico el que presenta José María Lassalle en su Contra el populismo (Debate, 2017). Duro y bien recibido porque puede suponer un golpe retórico efectivo contra el fenómeno estudiado. Bien recibido también por su interesante definición del carácter del populismo: su emotivismo contrario a la razón, su asamblearismo contrario a las instituciones de la democracia liberal, su fundamento en el miedo y en el resentimiento, su relación con el relativismo …
Sin embargo, en sus profundidades el estudio se demuestra limitado. Lassalle sostiene que el populismo es fruto del fracaso de la Ilustración moderna, de la esperanza frustrada en el progreso y en la prosperidad. Esto no sería problemático si no fuera porque el autor parece observar el populismo desde esos mismos postulados ilustrados. Alguien podría sospechar que el colapso de la Ilustración no fue fruto de una mala aplicación particular, como ve el autor en el Neoliberalismo de fin de siglo, sino consecuencia lógica de sus propios fundamentos, especialmente de su confianza en la posibilidad de una sociedad perfectamente racional.
Precisamente porque su mirada es la de un ilustrado moderno, Lassalle no parece contemplar que el populismo podría ser, no una excepción fruto de un momento de crisis, sino la misma esencia de la democracia. Debido a su mirada moderna, su propuesta contra el populismo también parece problemática. Su defensa del respeto al cuerpo como límite a los excesos populistas repite el gesto moderno de basar la política en lo humanamente más bajo. De ahí a la demanda de respeto por la satisfacción de los muy subjetivos apetitos corporales hay poco trecho, y solo un poco más lejos se encuentra el relativismo de las emociones y la constatación de que, con la satisfacción del cuerpo, no hay bastante para fortalecer la democracia liberal. Ciertamente, el autor reclama una Ilustración más modesta pero, tal vez, no suficientemente modesta: lo hace pidiendo una política basada en la fuerza de la razón –una razón, claro está, al servicio del cuerpo.
Una lectura más atenta de Leo Strauss hubiera mostrado otra Ilustración que, siendo verdaderamente modesta, reconocía que la política siempre es, como mucho, una combinación de conocimiento y consenso no estrictamente racional. Strauss no puede ser el mesiánico que asegura Lassalle porque fue él, precisamente, quien aprendió de los clásicos que el régimen político perfecto no es posible, hecho que hace necesario el respeto a la ley y ese régimen mixto que inspiró los diseños institucionales del republicanismo moderno. Los contrapesos del diseño institucional republicano, equilibrando igualdad y mérito, no podían defenderse desde los postulados igualitarios modernos, sino volviendo a la Ilustración clásica, con su valoración de la razón y de las diferencias racionales como algo fundamental.
No se trata, claro está, de volver a ser antiguos: “somos modernos –aunque no solo modernos”. Quizás se trate de que las personas adecuadas vuelvan a tener presente posibilidades explicativas que los modernos parecemos haber olvidado. Tal vez solo así se comprenda mejor el populismo y se le pueda poner un saludable límite.