Nos tenemos miedo
En su artículo El teatro del terror, Noah Harari explica que los ataques terroristas tienen un impacto tan grande sobre nosotros porque nuestras pacíficas sociedades actúan como cajas de resonancia magnificando el impacto del terror. Es imposible que los terroristas logren sus objetivos, dice, pero sí pueden conseguir logros parciales si nos excedemos en la respuesta, renunciando a nuestros principios y haciendo que nuestras sociedades sean menos libres y plurales.
En su artículo El teatro del terror, Noah Harari explica que los ataques terroristas tienen un impacto tan grande sobre nosotros porque nuestras pacíficas sociedades actúan como cajas de resonancia magnificando el impacto del terror. Es imposible que los terroristas logren sus objetivos, dice, pero sí pueden conseguir logros parciales si nos excedemos en la respuesta, renunciando a nuestros principios y haciendo que nuestras sociedades sean menos libres y plurales.
Debemos, pues, fijarnos en nuestra respuesta.
La primera y más común es afirmar que no tenemos miedo, algo que si no fuese mentira sería una temeridad. Porque muy a menudo, y especialmente cuando te quieren matar, tener miedo es lo más sensato del mundo; el miedo es lo que permite detectar el peligro y esquivarlo con éxito. Ser valiente no es no tener miedo, ser valiente es tener miedo y seguir haciendo lo que hay que hacer. Vamos repitiendo que no tenemos miedo mientras nos negamos a mirar a la cara de las víctimas y los asesinos, mientras pedimos a la comunidad musulmana que se manifieste en favor de la paz al mismo tiempo que repetimos que el terrorismo no tiene nada que ver con el Islam. Pero negarse a mirar de frente a la realidad, al mal y a sus terribles efectos no es de valiente, es de avestruz.
La segunda reacción es preguntarnos qué hemos hecho mal como sociedad, que suele querer decir qué han hecho mal nuestros gobernantes o los gobernantes del partido que peor nos caiga. Y hay que decir bien alto y bien claro que no hemos hecho nada mal como sociedad, nada que justifique el terrorismo. Como explicaba Luri en esta misma página, «nuestro orgullo nos impide pensar la posibilidad de que, simplemente, los asesinos nos observen con desprecio y que lo que más desprecien de nosotros sea precisamente nuestra “moralinidad”.» Nuestra condición de víctimas refuerza el narcisismo occidental habitual de creer que todo, incluso el mal que nos aflige, es cosa nuestra. Por eso nos negamos a entender que el mal existe como la rosa, sin por qué. Y nos negamos a aceptar que los terroristas nos castigan por nuestras virtudes y no por nuestros defectos, porque eso es lo que hacen los enemigos.
Y de aquí que lo siguiente fuese pedir unidad y criticar el uso político del atentado. Que es pedir demasiado. Primero, porque la unidad en la condena no se tiene que pedir sino presuponer, y bien está que quien quiera distanciarse de ella pueda retratarse a bombo y platillo. Y después, porque el terrorismo es en si mismo un fenómeno político de primera magnitud y la política es la forma que tenemos de ver y comprender nuestra realidad. De hecho, las distintas lecturas políticas del terrorismo son una magnífica prueba del algodón de nuestra altura moral; si un discurso parece indecente después del atentado es porque ya era indecente antes del atentado. Y aquí la Cup se lleva la palma. Porque ya antes del atentado habían llevado la indecencia a las paredes de la ciudad con su lema «vosotros, turistas, sois los terroristas». Porque después del atentado las siguieron acusando, cuando en vez de salir corriendo cargados de pintura y brocha gorda a tapar semejante ignominia, salieron corriendo a rechazar “frontalmente todas las formas de terrorismo fascista fruto de las lógicas internacionales del capitalismo” que tan bien representaban las víctimas.
De estos atentados se ha culpado a las víctimas, a los periodistas, a la policía y a los políticos. Hemos pedido silencio y hemos gritado una cosa y la contraria. Y todo esto lo hemos hecho porque parece que de nada tenemos tanto miedo como de nosotros mismos.