La magnitud de la herida
Termina el verano y empieza el nuevo curso político. Es una manera de hablar, porque desde mediados de agosto ya comenzaron en Cataluña a moverse los hilos que pretenden llevar a término el referéndum sobre la independencia previsto para el 1 de octubre. Luego vinieron los terribles atentados islamistas y, más adelante, la manifestación del sábado 26, que pretendía ser una cita de condena de la violencia fanática y de apoyo a las víctimas y se convirtió en un grotesco espectáculo donde los sectores secesionistas exhibieron ante todo el mundo que sólo les importa su proyecto y que no van a perder ninguna oportunidad para fortalecerlo, ni siquiera por respeto a la sangre de los inocentes.
Termina el verano y empieza el nuevo curso político. Es una manera de hablar, porque desde mediados de agosto ya comenzaron en Cataluña a moverse los hilos que pretenden llevar a término el referéndum sobre la independencia previsto para el 1 de octubre. Luego vinieron los terribles atentados islamistas y, más adelante, la manifestación del sábado 26, que pretendía ser una cita de condena de la violencia fanática y de apoyo a las víctimas y se convirtió en un grotesco espectáculo donde los sectores secesionistas exhibieron ante todo el mundo que sólo les importa su proyecto y que no van a perder ninguna oportunidad para fortalecerlo, ni siquiera por respeto a la sangre de los inocentes.
Así que empieza el nuevo curso político, y ahí el desafío independentista lo borra todo, lo oscurece, lo posterga, lo dinamita. No queda margen en la agenda pública para discutir la situación de los que quedan excluidos de la recuperación económica ni para ocuparse del crecimiento del número de migrantes que llegan a nuestras fronteras, tampoco tienen sitio viejos problemas como la radical crisis de unos jóvenes que se sienten expulsados a los márgenes, un sistema de pensiones que necesita de urgente revisión, las ingentes complicaciones de la Unión Europea que no terminan de conjurarse, la imprescindible batalla para cercenar la corrupción. Etcétera.
La voluntad de una parte de la sociedad catalana de separarse de España ha terminado por embarrarlo todo. La reivindicación es legítima: es posible que sean muchos los que quieran tener un Estado propio. Viene, además, de lejos; lo que ha cambiado son las maneras. Hasta ahora, las instituciones catalanas habían permanecido leales a las reglas de juego y respetaban el Estado de derecho. Ahora consideran que se sienten autorizadas a saltarse las leyes y a construir una legalidad paralela que les permita proclamar una República independiente. Se apoyan, simplemente, en una fragilísima mayoría de escaños y en la capacidad movilizadora de los sectores secesionistas. La calle se ha convertido en el argumento más poderoso. La calle: el pueblo.
El bloque independentista se ha servido con particular eficacia del populismo como forma de hacer política. La clave ha sido la polarización, con su mensaje rotundo y cargado de un fuerte componente emocional: o estás conmigo o estás contra mí. Estar conmigo significó desde el principio comulgar con el significante vacío del “derecho a decidir”, una fórmula seductora contra la que es difícil pronunciarse y que convirtieron en la quintaesencia de la democracia, ocultando que remitía a un referéndum de autodeterminación. El gran enemigo contra el que el pueblo catalán se levantaba fue al principio el Gobierno del Partido Popular, aunque sibilinamente consiguieron que poco a poco ese ‘otro’ fuera simplemente España. Ahí dieron un gran salto, cuando consiguieron escenificar ese conflicto. Cataluña se convirtió en la alegre Cataluña de las Diadas, desenvuelta, moderna, pacífica, amiga de las flores, los abrazos y los bailes. Al otro lado dibujaron una España rancia, autoritaria, corrupta. El PP colaboró para que el artificio prosperara, pues asistió impávido y sin mover una sola ceja a la promoción de la fiesta independentista. Otras fuerzas políticas, o sus simpatizantes, simplemente se apuntaron al jolgorio: en el “estás conmigo o contra mí” hubo muchos que temían que los identificaran con el PP, así que aplaudieron o miraron a otra parte.
El insidioso relato funcionó bien y el resultado es que Cataluña está en este momento internamente fracturada. No es hora de afanarse en adjudicar culpas y responsabilidades. El Gobierno tiene la delicada tarea, a corto plazo, de evitar que el referéndum del 1 de octubre se lleve a cabo. Y de no concederle al bloque secesionista nuevos argumentos para seguir inflando su victimismo. A largo plazo, el desafío es todavía mayor: diagnosticar con precisión la hondura de la herida para poder empezar a curarla. En este proceso, sin embargo, es imprescindible que todas las fuerzas políticas colaboren para salir de la feroz (y, en el fondo, falsa) polarización que el populismo independentista ha construido y que lo ha empujado a una enloquecida carrera que no conduce a parte alguna.