El triunfo del relato falaz
La novela que nos gusta y el periodismo clásico compartían una premisa precisa: contar una historia. Y contarla bien. En el ámbito del marketing político ha hecho fortuna el término storytelling, que no es otra cosa que transmitir un relato con fines persuasivos. O sea la Biblia de toda la vida pero en eslóganes torcidos. No hay que negarle eficacia a la estrategia nacionalista de construir, en los tres últimos siglos, y de manera intensísima en los últimos cuarenta años, un relato áureo que desafiaba, manipulaba y en último término tergiversaba los hechos más elementales de la historia.
La novela que nos gusta y el periodismo clásico compartían una premisa precisa: contar una historia. Y contarla bien. En el ámbito del marketing político ha hecho fortuna el término storytelling, que no es otra cosa que transmitir un relato con fines persuasivos. O sea la Biblia de toda la vida pero en eslóganes torcidos. No hay que negarle eficacia a la estrategia nacionalista de construir, en los tres últimos siglos, y de manera intensísima en los últimos cuarenta años, un relato áureo que desafiaba, manipulaba y en último término tergiversaba los hechos más elementales de la historia. Para ello, como es bien sabido, ha contado con unos medios de comunicación públicos y privados bien cebados de subvenciones y con el adoctrinamiento pertinaz en centros de enseñanza básica, media y universitaria. Había que ser un pedazo de Haffner para resistir el bombardeo. Aunque el parapeto de las lecturas acertadas y las compañías cabales ayudaron a unos pocos a cuestionar el redil.
Ahora, merced al relato pacientemente urdido, los disidentes son señalados como renegados, traidores y vendidos al oro de Madrit. Incluso Serrat, el nano del Poble Sec, un hombre al que tan poco le gusta molestar y que siempre ha mantenido una hábil diplomacia, ha levantado las iras independentistas por cuestionar maneras marrulleras y carencias democráticas en el referéndum suspendido, dándole la razón así a Lluis Llach, a quien siempre le costó disimular su aversión visceral por el autor de Mediterráneo.
El relato, a manera de pegajosa tela de araña, se extiende a los desafectos perdidos para la causa. El odio que sienten por el catalán que en su propio idioma les rebate el cuento de sus mentiras (Boadella, Borrell, Marsé e incluso el pactista Serrat) es proporcional a la baba que se les cae rendida cuando el foráneo o charnego aparece en TV3 esforzándose por expresarse en catalán antes de disculparse cabizbajo por su precaria competencia con tan sacro idioma.
A estos ejemplos de la carencia de pluralidad (aunque se ufanan de pluralistas por incluir en todas las tertulias de sus medios a un unionista de guardia, siempre y cuando sea de derechas, la líe parda con los pronombres débiles o sea tierna carne de cañón) y de la fractura social producida en Cataluña, debe añadirse el que tal vez sea el triunfo del relato falaz y que puede convertirse en piedra de toque de un escenario dramático a partir del 1 de octubre: la democracia está por encima del estado de derecho. España demuestra que no ha superado su pasado franquista y que sigue siendo en esencia totalitario.
Dos axiomas que, en la lógica nacionalista, dejarían la calle en manos de la CUP. Y entonces el relato devendría en sangre y fuego frente al estado opresor.