¿Ahora qué?
Como no habían sabido hacerlo mejor, se han sentido forzados a hacer lo que no querían hacer. Lo peor, es que tenían muy buenas razones para no querer hacerlo. Porque el problema de hacer un uso tan extendido de la violencia, incluso de la violencia legítima, es que en estas circunstancias la gente ya no se moviliza para luchar por lo que cree sino por lo que quiere.Y no me refiero a sus valores ni a sus instituciones, que también, sino a sus familias, amigos y amados. En estas circunstancias, la violencia no atemoriza sino que moviliza y demuestra hasta qué punto ninguna “trama de afectos” que constituye una nación o sociedad es superior a la trama de afectos que constituye una familia.
Como no habían sabido hacerlo mejor, se han sentido forzados a hacer lo que no querían hacer. Lo peor, es que tenían muy buenas razones para no querer hacerlo. Porque el problema de hacer un uso tan extendido de la violencia, incluso de la violencia legítima, es que en estas circunstancias la gente ya no se moviliza para luchar por lo que cree sino por lo que quiere. Y no me refiero a sus valores ni a sus instituciones, que también, sino a sus familias, amigos y amados. En estas circunstancias, la violencia no atemoriza sino que moviliza y demuestra hasta qué punto ninguna “trama de afectos” que constituye una nación o sociedad es superior a la trama de afectos que constituye una familia. En situaciones como estas, incluso el más ferviente defensor del Estado y la Constitución puede verse obligado a constatar, con el cursi de Camus, y con algo más de sentido trágico, que entre la justicia y su madre no puede sino preferir a su madre.
El error de ayer fue algo más que un error puntual. El error de ayer llega porque el gobierno, no queriendo aplicar el célebre 155 por miedo al desprestigio y a la reacción popular en Cataluña, ha acabado teniendo reacción popular y desprestigio y tendrá que acabar aplicando algo al menos muy parecido al 155 o perecerá en el intento. Tras la decisión de no aplicar el 155 se esconde, en realidad, un conocimiento con el que ni el gobierno ni el PP ni sus hipotéticos aliados del PSOE saben que hacer. Se trata del apego que siente una amplia mayoría de catalanes por sus instituciones y su autogobierno, que está por encima incluso del apego que puedan sentir por un gobierno o un Presidente en concreto y por sus eventuales decisiones. Por eso, incluso después de intervenir las cuentas de la Generalitat, el gobierno del Estado y los partidos de la oposición en Cataluña han dedicado muchos y variados esfuerzos en convencer a los catalanes de que no habían intervenido la Generalitat. Demostrando así que saben o intuyen que en Cataluña el problema no es la economía, y que no son estúpidos. Y si este es el problema, a él habrá que dedicarse.
Las épocas de crisis son propicias para el adanismo de quienes todo lo harían de nuevo creyendo saber hacerlo mejor, y en esta crisis de Estado estamos viendo como muchos, disgustados con el pueblo catalán, preferirían que el gobierno lo cambiara y eligiera a otro más de su gusto. Por suerte o por desgracia, parece que esto no es posible, y que los intentos de persuadir a tantos catalanes de que cambien sus filias patrióticas tampoco han surgido un gran efecto. Puede y supongo que debe seguirse intentando pero, mientras tanto, el gobierno tiene otras opciones que, aunque complicadas, tienen la ventaja de ser posibles.
La primera, que a estas horas casi parece un chiste, es la de confiar que la represión de ayer achante a los independentistas y que, en todo caso, con el tiempo se les pueda comprar con alguna prebenda económica o competencial. Me temo que sería inútil a la par que nefasta para España, porque demostraría que las cargas policiales de ayer no eran señal de fuerza sino de debilidad, y porque desde esta debilidad todo pacto parecería concesión, que indignaría al conjunto de los españoles y premiaría y por lo tanto perpetuaría el chantaje.
La segunda opción es mucho más ambiciosa y sólo está al alcance de una grandeza que, de momento, ni está ni se la espera. Se trataría de aceptar que en política, como en todo lo demás, hay problemas que no pueden resolverse pero sí que pueden disolverse. Y que si el problema de Cataluña no tuviese una solución particular, debería disolverse en una reforma de gran calado del Estado de las autonomías. Evidentemente, no en el sentido de una recentralización que nada resolvería en Cataluña y que sumaría a otras autonomías al problema, sino en el sentido de la reforma de corte liberal que proponía Juan Ramón Rallo; una reforma de la que todos los españoles pudieran verse beneficiados.
La tercera parte de constatar que en democracia el acuerdo que no se da en las políticas debe darse en los procedimientos. Así, soluciones como estas se considera que son imposibles, si no se encuentra forma de reconciliar las legítimas aspiraciones de gran parte de los catalanes con un proyecto de Estado, debería trabajarse en el sentido de una Ley de claridad que posibilitase al mismo tiempo que dificultase, el libre ejercicio del derecho a la autodeterminación de Cataluña.
Se puede trabajar en muchas direcciones distintas, pero hay que trabajar en alguna y hay que hacerlo de forma decidida. Si no lo hace el gobierno, otros lo harán por él y no necesariamente mejor. Me temo que la alternativa, controlar esta tormenta y confiar que el tiempo devuelva las cosas a un cauce natural que nunca existió, sólo nos acerca a una rotura que sería tan negativa para los catalanes como para el conjunto de España.