Pacíficos
“Esta semana despediremos a dos españoles de la empresa. Ya no cogemos a gente de vuestro país. Adiós, España”. Me piden que no haga un caso de un tweet. Está bien. Ni siquiera voy a hacerlo de los amigos que estos días me dicen que tienen miedo de salir de casa, de los que se van a marchar de Cataluña. Tampoco voy a hacer un caso de las personas cercanas que temen la hora de ir a la oficina, que se plantean coger bajas, que no pueden volver al gimnasio o que tienen que ir acompañadas a hacer la compra por su pueblo. Voy a aceptar que todo eso es evidencia anecdótica.
“Esta semana despediremos a dos españoles de la empresa. Ya no cogemos a gente de vuestro país. Adiós, España”. Me piden que no haga un caso de un tweet. Está bien. Ni siquiera voy a hacerlo de los amigos que estos días me dicen que tienen miedo de salir de casa, de los que se van a marchar de Cataluña. Tampoco voy a hacer un caso de las personas cercanas que temen la hora de ir a la oficina, que se plantean coger bajas, que no pueden volver al gimnasio o que tienen que ir acompañadas a hacer la compra por su pueblo. Voy a aceptar que todo eso es evidencia anecdótica.
No voy a dejarme llevar por esos vídeos en los que los mossos, otrora «torturadores» (qué lejos queda el 15M), se cuadran ante la masa que, puño en alto, entona Els Segadors, y que bien podría estar cantando Tomorrow belongs to me. Ignoraré a la muchedumbre que aplaude a esos trabajadores de La Caixa que cortan carreteras: también los banqueros y los vendedores de hipotecas basura encuentran hoy el modo de congraciarse con el pueblo que antes les daba la espalda.
Voy a sustraerme de las concentraciones delante de los hoteles donde la policía, esa clase obrera demonizada, es acorralada por instigación de una burguesía de ocho apellidos catalanes. Voy a olvidar las estadísticas: que el independentismo es cosa de rentas medias y altas, y el unionismo, de pobres y charnegos. No voy a recordar que el apellido más frecuente en Cataluña es García, mientras que, entre sus élites, es imposible encontrar un ascendiente castellano.
Voy a ignorar que los extremeños son unos vagos subvencionados y los andaluces viven del PER. Que Madrid les roba. Las escuelas cubiertas de esteladas, los niños soldado recluidos en los colegios con pretensión electoral, esas canciones que enseñan en los campamentos: “No volem ser una regió d’Espanya / no volem ser països ocupats, / volem, volem, volem, volem l’independència / volem, volem, volem, Països Catalans”. Haré la vista gorda ante el hecho de que, en Cataluña, haya quien no pueda estudiar en la lengua mayoritaria de sus ciudadanos.
Aceptaré que una exigua mayoría del Parlament haya derribado las leyes catalanas, y también las españolas, a mayor gloria del populismo plebiscitario. Esa foto gigante, en la revista del pueblo, que señaló a mi amiga: “la nena ha fichado por Ciutadans”. Los cipreses de Boadella, el Camp Nou vacío, compañeras de 20 años acorraladas en la sede de Cs. El terror y el odio y la huelga general, ese otro referéndum sin voto secreto. Pasaré por alto todo esto y, entonces sí, podré decir con vosotros: qué festivo, y familiar, y democrático; qué pacífico es el nacionalismo catalán.