Federico Luppi: por qué amamos a éste (y otros) cabrones
El viernes estaba en redacción y pensaba que la vida es una mierda: qué se puede esperar de un mundo en el que los sobres contra el resfriado saben a coca-cola (eso tan de capitalismo triste, de hedonismo amargo), joder que me estoy muriendo, cread medicinas que no parezcan cubatas, y qué frío, que diluvie ya o pase algo, y encima se muere Federico Luppi, qué tarde he nacido para tantas cosas que hubiese amado, como charlar con él en un bar de Madrid sobre que el futuro es un cachondeo, no más que una trampa del sistema para que agachemos la cabeza y nos convirtamos en esclavos.
El viernes estaba en redacción y pensaba que la vida es una mierda: qué se puede esperar de un mundo en el que los sobres contra el resfriado saben a coca-cola (eso tan de capitalismo triste, de hedonismo amargo), joder que me estoy muriendo, cread medicinas que no parezcan cubatas, y qué frío, que diluvie ya o pase algo, y encima se muere Federico Luppi, qué tarde he nacido para tantas cosas que hubiese amado, como charlar con él en un bar de Madrid sobre que el futuro es un cachondeo, no más que una trampa del sistema para que agachemos la cabeza y nos convirtamos en esclavos.
Yo recordaba a Luppi con ternura entretejida, ahí el señor larguísimo, cano y más bien sombrío dando speeches filosóficos en el cine moderno, con lo mal que andan el didactismo y la divulgación. Lo recordaba hablando del “invento” de la patria, de que si la izquierda ya no es más una amenaza revolucionaria, sino un pin; lo recordaba enzarzado en debates neoliberales, todo digno y austero, contando en una película y en otra que el trabajo ni dignifica ni hostias, que lo único que nos salva de la rueda es hacer algo que nos guste, aunque nos vayan a explotar igual.
En realidad el bueno aquí era -es- Aristarain, pero el espectador es emocional y se confía al cuerpo que emite el discurso antes que al discurso en sí, como tantas veces. Nos mola Luppi, cómo no. Tal vez porque nos pasamos la vida peleando el ¿merecer? que hablen de nosotros -cuando no estamos delante- como hablaba su personaje en Lugares comunes de Lily, su esposa, después de un leve jugueteo dialéctico con la bibliotecaria Tutti Tudela. “Ninguna de las mujeres que conocí después de Lily le puede ganar. Las miro, las puedo admirar (…) pero no hay caso. Lily gana. Lily gana siempre”, cerraba el tío. A este lado todo el mundo acojonado, claro, aplaudiendo por dentro esa integridad inédita. No sirve de nada el amor si no es rotundo.
Pues oigan: no. Todo mentira. O ficción, vale. Se ha tenido que morir Federico Luppi para que yo me enterase de que al colega no lo podían ni ver en Argentina: la que fue su mujer durante diez años, Haydée Padilla, le acusó públicamente de malos tratos -“el problema es que antes te decían: bueno, está bien, aguántatela”, contó ella-; al hijo que tuvo con Brenda Accinelli, Leonardo, no lo quiso conocer jamás -“no tengo interés”, dijo él mismo- y en los últimos años dejó de pasarle la cuota alimentaria. Insultó y abofeteó a periodistas -hay vídeos en Youtube- y se encaró con todo Cristo, hasta con Darín. Un dulce. Ahora se ha liado la polvareda con el caso de Harvey Weinstein, el productor acosador, y nos llevamos las manos a la cabeza. Incluso hay algún crack que levanta la ceja y dice que es “sospechoso” que las mujeres no lo denunciaran antes. ¿Hace falta explicar por qué? Por los chantajes, por el miedo, por la vergüenza, por la cultura del silencio. Si en 2017 sigue siendo una travesía de dolor denunciar -si es humano tener pánico a las consecuencias-, ¿qué esperaban que sucediera hace años, y, además, enfrentándose a hombres tan poderosos y avalados socialmente?
Me repugna la impunidad. Me repugna pensar en tantísimos hombres que se han pirado al otro barrio sin pagar por lo que han hecho en éste. Me repugnan los tibios, los conchabados, los que se han callado conociendo el percal, como Tarantino. Y me repugna más la actitud conciliadora del público cuando los acosadores, los maltratadores, los violadores o los pederastas son figuras artísticas aclamadas por las masas, de Hitchcock a Polanski pasando por Pablo Neruda y con la mirada puesta en Woody Allen. Aquí la cultura como neutralizador de delitos. Nos cambia la mirada. Nos vuelve cómplices.
No se trata de dejar de disfrutar de sus obras -el arte es arte y hay que consumirlo sin firmas, sin sentirnos culpables: es absurdo calibrar si nuestro libro favorito lo ha escrito una buena persona-, pero sí de evitar que la belleza de sus trabajos dulcifique nuestra concepción del autor, tanto que nuestra conciencia clemente se salte la propia legalidad. “Ya, pero es que vaya peliculón…”. No. Vamos a quitarnos la idea de que estos tipos nos representan intelectualmente. Vamos a sacudirnos la admiración personal para sobrellevar la artística. Vamos a dejar de hacer de sus opiniones faros guía, porque no son más que burdos delincuentes.
Es culpa -también- del poco peso social que tienen este tipo de delitos, los de género. Les lanzo una pregunta y ya me voy: ¿creen que las películas de Polanski seguirían siendo rentables en nuestro país si en vez de polaco y violador fuese, por ejemplo, español y etarra? ¿Pondría un político como Pablo Iglesias un emotivo tuit de despedida llamando a Luppi “maestro” si hubiese sido acusado, no sé, de pertenecer a una banda neonazi? Ah. Pues eso.