Pero ¿qué es el régimen del 78?
Por aquel entonces, tanto Pablo Iglesias como Juan Carlos Monedero eran dos tipos de fama modesta que salían en la tele, en tertulias de monólogo papagayo y discurso seriado. Dos personajes de un círculo íntimo, universitario y poco más, cuyo gusto oscilaba entre la erudición marxista y el entretenimiento belenestebista. La estrategia de esa exposición televisiva, evidente: salir de, como dicen los niños moderadamente pijos de las Big Four y parábolas de coaching, la zona de confort, con frontera en las facultades de Ciencias Políticas, en el aula de bancos pintados con símbolos anarquistas y frases de ingenuas revoluciones -¿pleonasmo?-.
Por aquel entonces, tanto Pablo Iglesias como Juan Carlos Monedero eran dos tipos de fama modesta que salían en la tele, en tertulias de monólogo papagayo y discurso seriado. Dos personajes de un círculo íntimo, universitario y poco más, cuyo gusto oscilaba entre la erudición marxista y el entretenimiento belenestebista. La estrategia de esa exposición televisiva, evidente: salir de, como dicen los niños moderadamente pijos de las Big Four y parábolas de coaching, la zona de confort, con frontera en las facultades de Ciencias Políticas, en el aula de bancos pintados con símbolos anarquistas y frases de ingenuas revoluciones -¿pleonasmo?-. Y así, poco a poco, fueron ganando posiciones en el escaparate, en los vídeos virales que los padres comparten en los grupos de guasap –abriéndolos con el dedo índice-: Iglesias ft. Jiménez Losantos, Iglesias ft. Eduardo Inda. La clave: acudir al precipicio a hacer política, y en lugar de caer en ese abismo, retratarlo, y salir ganando.
En aquellas ya lejanas tertulias –y eso que han pasado tres años: qué mal envejecen las viejas ideas-, una palabra se abría hueco en el vocabulario de la España general: casta. Pasillos de oficinas, barbacoas de sábado, redes sociales. Era la expresión de moda: “esto es casta”, “tío, eres casta”, “qué buen coche, fuera, casta”. Iglesias y Monedero, Errejón recién incorporado, introdujeron en las charlas de sociedad un concepto con el que hacían referencia a una plutocracia política y empresarial que había llevado a un país a la subida de la prima de riesgo, al paro y a la vida precaria. Era una idea que explicaba la razón de tanto desahucio, de tanta liquidación por cierre, de tanto bolsillo pelado. Y, además, con una atractiva y cómoda imagen: el enemigo es una clase a la que ni mis cercanos ni yo pertenecemos, la culpa es el otro. Y en esos otros entraban, más o menos, el PPSOE (sic) y los empresarios. Así, dos ejes: políticos corruptos-enriquecidos-vida resuelta y gente honesta-precariedad-supervivencia. Ellos, Iglesias, Monedero y Errejón, representarían a la gente frente a la casta, y así, un poquito de cabreo en la sociedad, otro tanto de suerte, llegarían a hacerse con las instituciones públicas para, ah, nadie supo nunca muy bien qué –sus propuestas siempre fueron, más allá de lo que todos con un mínimo de sensibilidad queremos, paz, tolerancia, un mundo mejor, ambiguas y esquivas-. Pero esa estrategia que empezó en los platós de las cadenas de televisión no logró el éxito previsto, y entonces hubo que remodelar el plan.
Y ese plan tuneado nos trajo un nuevo, aunque inspirado en su predecesor, referente: el régimen del 78. ¿Y qué es -pronunciémoslo con tono de gravedad y salmo- el régimen del 78? Pues para Podemos es la renovación de la estrategia populista, de ese maniqueísmo simplista entre el político corrupto y el pueblo inmaculado, aunque en esta ocasión con claras connotaciones autoritarias, como si el sistema democrático en el que hoy vivimos fuese herencia del Movimiento Nacional del franquismo. Y todo con la complicidad de la monarquía y de los partidos que no son Podemos, lo que sus seguidores llaman el PPSOECS –dos partidos más y ya tengo clave nueva para el wifi-.
Pero yo miro al régimen del 78, el régimen del 78 me mira, vuelvo a mirar al régimen del 78 y, no sé, a mí me dice cosas distintas. A mí me dice, como apuntó Andrés Trapiello, que es la culminación de la España reformista y moderna, la que fracasó en los dos grandes proyectos políticos ilustrados y progresistas de su historia reciente: las dos repúblicas. A mí, el régimen del 78, me dice que es el sistema político con una de las constituciones más avanzadas de Europa –lenguas cooficiales, Estado aconfesional, procedimientos de revisión y de reforma, etc-; a mí, el régimen del 78, me dice que es el sistema en el que la Fiscalía puede trabajar, sin injerencias, en casos de corrupción que involucran al partido del Gobierno; a mí, el régimen del 78, me dice que es un sistema en el que la censura es más un mecanismo de publicidad que de opresión, un sistema en el que el cosmopolitismo y Europa son una realidad común; un sistema en el que, al fin, no hay una idea hegemónica que se apropie del Estado, o de sus símbolos, de su bandera, de su himno; a mí, el régimen del 78, me dice que ha vencido con la ley al terrorismo de ETA y que quien no lo hizo así pagó las consecuencias de un país que, sufragio universal, decide quién gobierna la cosa pública; a mí, el régimen del 78, vamos terminando, me ha traído una generación que no ha conocido más clandestinidad que la de guardar los preservativos en casa de sus padres, me ha traído la posibilidad de la blasfemia, de la ofensa, de las libertades, y sin más coste que el del debate y, en la mayoría de los casos, la indiferencia.