A propósito del viaje de Trump: es tiempo de creerse el cuento chino
La verdad sea dicha, no hacía falta que Trump fuese a China para recordarnos que estamos en el ocaso de la supremacía norteamericana. Ya algunos morbosos lo sabíamos. Su retórica populista, prepotente, derrotista, su proveniencia del mundo de la “reality tv” y los tabloides neoyorquinos, su carrera empresarial dudosa y fraudulenta –y sí, hasta su peluca, símbolo de inseguridad, vejez y falsedad, de algo que fue y ya no vuelve sino en maquillaje, avisaba de cierto declive, cierta sobredosis de americanidad. Del ocio que se vuelve vicio, el entretenimiento que se convierte en política, el excepcionalismo que es más bien insularidad. Una decadencia que los que seguimos la prensa washingtoniana parecemos atestiguar en tiempo real, escándalo tras escándalo, día tras día.
La verdad sea dicha, no hacía falta que Trump fuese a China para recordarnos que estamos ante el ocaso de la supremacía norteamericana. Ya algunos morbosos lo sabíamos. Su retórica populista, prepotente, derrotista, su proveniencia del mundo de la “reality tv” y los tabloides neoyorquinos, su carrera empresarial dudosa y fraudulenta –y sí, hasta su peluca, símbolo de inseguridad, vejez y falsedad, de algo que fue y ya no vuelve sino en maquillaje, avisaba de cierto declive, cierta sobredosis de americanidad. Del ocio que se vuelve vicio, el entretenimiento que se convierte en política, el excepcionalismo que es más bien insularidad. Una decadencia que los que seguimos la prensa washingtoniana parecemos atestiguar en tiempo real, escándalo tras escándalo, día tras día.
Pero este pasado jueves, recibiendo a Trump en el Gran Salón del Pueblo de Beijing, Xi Jingping nos hizo el flaco favor de ofrecernos un contraste. Una excusa para pausar y revisar los últimos logros chinos. El país con más producción de coches eléctricos, más inversión en energías renovables y robótica, es también el que tiene mayor crecimiento económico en números absolutos año tras año. Una sola de sus regiones, Guizhou, en los últimos cinco años ha construido más kilómetros de carreteras que los que ya hay en todo el Reino Unido, ha levantado dos de los puentes más altos del mundo y ha implantado 700 kilómetros de raíles de trenes de alta velocidad. Léase bien: una sola región, en los últimos cinco años. El crecimiento de lo que será la clase media más grande del mundo está haciendo de China uno de los mercados pioneros en el mundo de las start-up, con plataformas como WeChat que son la envidia de los Facebook y los Amazon de occidente. Y así sucesivamente. Los chinos van, resumiendo, hacia el futuro a la velocidad de uno de sus trenes.
Mientras, el tren de Los Ángeles a San Francisco, de mil kilómetros aproximados, se espera que termine de construirse en el 2029 –a pesar de haber sido aprobado en el 2008. Y en vez de debatir sobre las amenazas y oportunidades de un futuro robótico francamente ineludible, de la necesidad de invertir en energías renovables y de reconstruir la infraestructura americana en la víspera de la llegada del coche eléctrico, Estados Unidos, el único país del mundo fuera del tratado de París, discute otra vez más sobre reformas fiscales y subsidios a industrias que son cadáveres insepultos. A través de Trump se pasa el tiempo lamiéndose las heridas de su ego, insultando a diestra y siniestra y coqueteando con la guerra en Corea del Norte cual un bully de primaria.
Por tanto, terminar, como siempre, la conversación con que China es una dictadura y Estados Unidos es una democracia es cada vez más miope e irresponsable. No solo por ser una discusión vagabunda, basada en la prepotencia de juzgar el progreso de las naciones según su semejanza con el nuestro. Sino por algo más sencillo y cotidiano: aquí los que se despiertan todos los días con ganas de futuro son los chinos. No esperarán por nosotros. Lo mínimo que podemos hacer es empezar a creérnoslo.