THE OBJECTIVE
David Blázquez

1917: una luz para el futuro

Las celebraciones de octubre de 1917 se han multiplicado por doquier, excepto en Rusia. Allí lo que se festeja es un zarismo redivivo. La Revolución de Octubre, que fue en noviembre, ha dejado tras de sí muchos números, el más macabro de los cuales, el de los muertos de esa fecha y de las que siguieron. Pensar en los lager es pensar en sus millones de muertos, en sus incontables sufrimientos.

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1917: una luz para el futuro

Las celebraciones de octubre de 1917 se han multiplicado por doquier, excepto en Rusia. Allí lo que se festeja es un zarismo redivivo. La Revolución de Octubre, que fue en noviembre, ha dejado tras de sí muchos números, el más macabro de los cuales, el de los muertos de esa fecha y de las que siguieron. Pensar en los lager es pensar en sus millones de muertos, en sus incontables sufrimientos. Y sin embargo, lo más aterrador del proceso totalitario no fue la escala del mal, sino su esencia completamente nueva: lo que estaba en juego era la misma naturaleza humana. Se trataba de recrear al hombre, no de mejorarlo. Con toda su crueldad, 1789, 1830 y 1848 habían sido revoluciones transformadoras. Transformadoras del hombre y de la realidad. 1917 fue el laboratorio de un sujeto radicalmente nuevo.

La violencia ejercida por el sistema totalitario comunista fue capaz de paralizar, anestesiándolos, millones de espíritus durante décadas. El experimento totalitario ha llegado a término cuando los súbditos del régimen han perdido el contacto con sus semejantes y con la realidad que los rodea. Y es que, como escribía Hannah Arendt, de quien ayer se celebraba el aniversario de su muerte, “el súbdito ideal del régimen totalitario no es el comunista convencido o el nazi convencido, sino el individuo para el que ya no hay diferencia entre la realidad y la ficción, entre lo verdadero y lo falso”. El convencimiento requiere argumentos fuertes y éstos reflexión. Y nada hay más peligroso para la ideología totalitaria que el pensamiento. El soldado perfecto es el que no reflexiona, el que ha roto todo vínculo concreto con los hechos. Lo decía proféticamente en 1911 Nikolái Berdiáyev, uno de los observadores más lúcidos de su tiempo, describiendo la Rusia de comienzos del siglo XX: “El problema es recuperar la realidad, superar la abstracción de la ideología, recuperar la concreción”. Pero Rusia optó por la abstracción, por forjar el “Hombre Nuevo”. Ahí quedan los testimonios de Svetlana Alexiévich: la destrucción de la naturaleza humana, de la capacidad de discernimiento y de vínculo con nuestros semejantes y con la realidad parecía haber vencido.

Y sin embargo, 1917 nos recuerda el origen de una historia dramática y a la vez luminosa. Como subrayaba hace unos días en Madrid Adriano Dell’Asta en la presentación de su libro Rusia, 1917: El sueño roto de «un mundo nunca visto» (Ediciones Encuentro) incluso Shalamov, el más negativo de los cronistas de la barbarie comunista lo admitía: no, ni siquiera el lager destruye por completo al hombre. La aspiración por la verdad y por la libertad puede ser pisoteada y narcotizada hasta la extenuación, pero no completamente aniquilada.

Esa es, en palabras de Vassili Grossman, “la luz de nuestro tiempo, la luz del futuro”.

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