Antídotos para una Navidad fuera de casa
Lo más difícil de la navidad fuera de casa es el desayuno. Más que todo por la hora. Es costumbre en todos lados que el veinticinco, cuando no hay regalos, se desayunan las sobras, las cuales normalmente ni se guardan la noche anterior. Se dejan por ahí para antojar a sonámbulos y mal dormidos, los cuales van a ellas a veces con hambre y a veces con pena. Así sea en un hotel, o habiéndola pasado solo: El desayuno después de la navidad siempre es raro — justamente por su informalidad, su aire clandestino y su olorcito a resaca.
Lo más difícil de la Navidad fuera de casa es el desayuno. Más que todo por la hora. Es costumbre en todos lados que el veinticinco, cuando no hay regalos, se desayunan las sobras, las cuales normalmente ni se guardan la noche anterior. Se dejan por ahí para antojar a sonámbulos y mal dormidos, los cuales van a ellas a veces con hambre y a veces con pena. Así sea en un hotel, o habiéndola pasado solo: El desayuno después de la navidad siempre es raro — justamente por su informalidad, su aire clandestino y su olorcito a resaca.
Lo más difícil de la Navidad fuera de casa es precisamente ese primer café que nos tomamos solos y despelucados. En estas fechas que supuestamente tanto deberían ser de introspección espiritual, es probablemente el momento más propicio para aquello. Es curioso, pero en esa hora extraña y sin reservas, para nosotros los emigrantes la reflexión imperante suele ser: “Y yo, ¿yo qué hago por aquí?”. Estemos donde estemos, es una imagen la respuesta. Para mí, que soy de Caracas, es la montaña El Ávila. La ponemos al lado del café como quien revisa correos antiguos.
En un año donde cientas de miles de familias venezolanas (para no decir sirias o yemeníes) han partido de casa, para pasar sus primeras navidades fuera de ella, es importante que sepamos lidiar con este sorbo de café como si fuera noticia. Yo ya llevo nueve años en esto. Y algo he aprendido.
Lo primero es poner música típica de casa. En mi caso, un buen joropo. Lo segundo es procurar acompañar el café con la comida navideña que hubiésemos tenido: pan de jamón, arepa de pernil… Tercero, y más importante, es no dejarse congojar. El hogar, de las primeras cosas que reconocemos en la infancia, siempre ha sido un recuerdo. Pensarlo es regresar. Y por último, ya antes de levantarnos y pensar en las tareas por venir, es entender que el privilegio de nosotros los de los pies descalzos, los de los pasaportes tachados, es precisamente deambular y recordar a casa, año tras año, en cocinas tiradas por el mundo. Es una manera no solo honrar nuestro origen, sino también de aprecierlo más. Tanto, que cada año que pasa este sorbo del café se pone mejor, para eventualmente dejar de ser algo triste y empezar a ser la mejor excusa para cerrar los ojos, tocar la vieja puerta, y volver.
Cosas que pensaría T.S. Eliot, cuando con mayor elocuencia, decía: “No cesaremos de explorar, y el fin de tanta exploración, será arribar donde partimos y conocer el lugar por primera vez”. Así que a celebrar, viajeros. Que irse es regresar. Y es Navidad.