Pueblo se declina en plural
Quizá no sea el mejor momento para plantearse estas cuestiones, pero el primer día del año nos incita a mirar, con esperanza o desánimo, hacia el futuro.
Quizá no sea el mejor momento para plantearse estas cuestiones, pero el primer día del año nos incita a mirar, con esperanza o desánimo, hacia el futuro. Eso sí, comenzaremos como terminamos 2017, con la cuestión nacional en el centro del debate público. Tampoco nos va a coger desprevenidos después de décadas de polémicas y enfrentamientos. El nacionalismo se ha convertido en la cuadratura del círculo de la teoría política contemporánea. Dicen los que saben de geometría que la cuadratura del círculo es imposible a no ser que se cometan errores o se incumplan las normas. Y uno no puede dejar de pensar que con los nacionalismos sucede exactamente lo mismo.
Hace ya unas cuantas décadas el antropólogo Benedict Anderson hacía fortuna en la producción académica con una definición clásica: toda nación es una comunidad imaginada. Poco después, Eric Hobsbawn y Terence Ranger editaban un libro interdisciplinar que pretendía analizar las “invenciones de la tradición”. Desde entonces, invención e imaginación se han convertido en palabras clave para comprender los múltiples desafíos nacionalistas. Aunque también podríamos decir lo mismo de otros tipos de identificación social. Hasta la fecha nadie ha podido demostrar convincentemente su existencia objetiva porque, cueste lo que les cueste aceptarlo a los nacionalistas, no es posible. Ni la lengua, ni la etnia, ni la religión sirven para delimitarla objetivamente. La nación solamente se asienta en la convicción de los propios nacionalistas sobre su existencia milenaria y alimentan emociones tan primarias como enérgicas. Lo que no es desdeñable en términos políticos. Sin embargo, como nos recordaba Hans-Georg Gadamer, en realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que le pertenecemos a ella.
La nación se relaciona a un legado histórico maleable repleto de discutibles interpretaciones del pasado (ya sea 1492, 1714 o 1839). Pero los muertos nunca deben atrapar a los vivos. La voz de nuestros antepasados, lo saben bien los historiadores que se dedican a ello, siempre nos devuelve deformada la nuestra. El nacionalismo pretende la cuadratura del círculo político. No lo conseguirá jamás, aunque por el camino vaya dejando problemas irresolubles a su paso. Porque cuando los postulados nacionalistas entran de lleno en el campo normativo terminan por debilitar los principios básicos de libertad, justicia e igualdad. El nacionalismo no es una ideología, debe rellenarse ideológicamente aunque, a la hora de la verdad, esta genealogía imaginada aspire a someter cualquier otra dimensión y desvirtúe los postulados políticos que dice defender.
De hecho, y tras la enésima constatación de la pluralidad política, social y cultural de Cataluña, los principales esfuerzos del nuevo parlamento deberían encaminarse a responder a la pregunta sobre ¿cómo hemos de convivir? No será así y la nación volverá a estar en el centro del debate público. Sin embargo, en la defensa cotidiana del pluralismo nos jugamos la democracia. Frente a la ensoñación nacionalista, el pueblo como sujeto político solamente puede ser declinado en plural. Como recuerda Jan-Werner Müller en su ensayo ¿Qué es el populismo? (que podemos disfrutar en una cuidada edición electrónica de la editorial mexicana Grano de Sal), necesitamos encontrar los “términos justos para vivir juntos como ciudadanos libres e iguales, pero también irreductiblemente diversos”. ¿Estamos dispuestos a aceptar este reto sin buscar una imposible cuadratura del círculo? A veces, tampoco deberíamos olvidar que el nacionalismo no sólo es una cuestión de los otros.