'Fake news' y la verdad rediviva
La discusión en torno a las fake news y sus múltiples variantes copa no solo las tribunas de las principales cabeceras nacionales e internacionales, sino que preocupa a políticos y a altos cargos en las agencias de inteligencia de muchos países. Su efecto en el clima político norteamericano, en la campaña por el Brexit o en los meses aciagos de la traca catalana preocupa a muchos, especialmente cuanto más se sabe acerca de sus promotores.
La discusión en torno a las fake news y sus múltiples variantes copa no solo las tribunas de las principales cabeceras nacionales e internacionales, sino que preocupa a políticos y a altos cargos en las agencias de inteligencia de muchos países. Su efecto en el clima político norteamericano, en la campaña por el Brexit o en los meses aciagos de la traca catalana preocupa a muchos, especialmente cuanto más se sabe acerca de sus promotores.
Si el fenómeno de las fake news no es nuevo y su historia es tan larga, ¿qué hace de él algo tan relevante en el presente?
A diferencia de la difamación personal, las fake news (la propaganda, en castizo) han sido tradicionalmente, por sus características y su escala, un fenómeno vinculado a estructuras de poder consolidado y fuerte como gobiernos o figuras sociales relevantes. En la Alemania Nazi, Adolph Hitler y William Randolph Hearst acordaron utilizar el imperio de periódicos, revistas y cronistas de este último como canales de propaganda para mostrar al Tercer Reich como la meta del progreso del siglo XX. Como hacía ver Kenan Malik, el monopolio de la mentira en masa ya no está reservado a gobiernos o figuras prominentes, cualquiera con algo de tino psicológico y wifi puede ejercer una influencia perversa hasta hace poco reservada solo a algunos. La desestructuración del poder y de su privilegio amplificador favorecido por la tecnología ha democratizado la mentira masiva, abriendo el mercado de lo falso a individuos y permitiendo que determinados estados puedan camuflarse detrás de identidades personales (al igual que en el caso de ataques cibernéticos).
Somos más, por lo tanto, quienes tenemos capacidad de mentir a gran escala. Por desgracia, además, somos más también quienes podemos ser engañados. No lo somos solo en el sentido numérico, sino también en lo que toca a la fragilidad de nuestra relación personal con la realidad.
Escribía Hannah Arendt en 1951 que “el sujeto ideal del dominio totalitario [y, por lo tanto, de la mentira] no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino aquel para quien la distinción entre los hechos y la ficción, entre lo verdadero y lo falso ya no existe”. El pensamiento posmoderno, con Vattimo y su Adiós a la verdad (Ed. Gedisa) a la cabeza, nos puso en guardia contra la verdad, madre, quién lo duda, de imposiciones y rigideces. Desembarazarnos de la noción de verdad nos llevaría, por fin, al entendimiento y la juerga democrática. Ya escribía Campoamor que “en este mundo traidor nada es verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. A Campoamor le robamos los versos sin percibir su drama y los hicimos modo de vida y ahora que el cristal a través del que miran los otros no nos gusta, nos lamemos las heridas.
Al flirteo con la mentira y la relatividad nos predispone la larga historia de nuestro corazón, desde luego, pero también el humus cultural y filosófico en el que vivimos y que un cierto progresismo gayo ha favorecido durante décadas desde cátedras universitarias y editoriales de periódico. Ahora toca recoger tempestades y digerir incómodas verdades: al parecer, no todo vale. La barrera más grande contra la mentira no son los –necesarios– planes estatales contra las fake news, sino personas capaces de distinguir la realidad de la ficción, lo verdadero de lo falso. En esa guerra todos deberíamos estar enrolados.