¿Por qué lo llamas libertad de expresión?
Cada cierto tiempo nuestra agenda pública está marcada por los debates sobre la libertad de expresión. Y seguirá siendo así porque, además de saludable, es propio de las sociedades demoliberales.
Cada cierto tiempo nuestra agenda pública está marcada por los debates sobre la libertad de expresión. Y seguirá siendo así porque, además de saludable, es propio de las sociedades demoliberales. Aunque nos resistamos a dejarnos de mirar el ombligo, en esto tampoco somos muy diferentes. La cuestión sigue siendo una preocupación común en cualquier país de nuestro entorno, pese al gusto por la excepcionalidad patria de quienes denuncian que sufrimos una dictadura desde el programa líder de una de las principales franjas horarias televisivas. Quizá creen que repitiendo el mantra, éste se hará realidad en una dimensión alternativa.
De nuevo, la libertad de expresión se ha situado en el centro de esos monólogos paralelos que tanto nos gustan construir. Las paradojas y las contradicciones volvieron a aparecer en los comentarios al margen de las noticias que se han ido sucediendo en estos últimos días. Los que en otras situaciones no se preocuparon por invocar la libertad de expresión se hacen los ofendidos y se escandalizan hoy. Y viceversa. Las hemerotecas están ahí para desnudar las incoherencias. Por ejemplo, tenemos a un cantante que exigió hace meses la censura de una canción de dudoso gusto, publicando ahora mensajes con el hashtag #EnEspañaSeCensura.
¿Por qué decimos libertad de expresión cuando queremos hablar de otra cosa? Y es que, miremos por donde lo miremos, no hay relación ni comparación posible entre el secuestro judicial de un libro como Fariña, los ripios cargados de odio de un rapero, los mensajes ambulantes de un autobús tránsfobo o ateo, los juicios sobre los repugnantes mensajes que se lanzan desde el aparente anonimato que ofrecen las redes sociales, ya sean apologías del terrorismo o de la violencia machista, y la censura de una obra en ARCO o de un cartel de un torero en las calles de Barcelona. Las discusiones, tan banales como monótonas, nos permiten saber que lo importante no son los hechos, sino en qué bando queremos estar.
La libertad de expresión no está por encima de todo lo demás y tiene unos límites que impone nuestro código penal. E, incluso, se confronta con otros derechos fundamentales. Como ha defendido Cass Sunstein en numerosas ocasiones, el derecho a la libertad de expresión busca proteger la deliberación democrática y el libre mercado de ideas. No por evidente se debe dejar de señalar que sin desacuerdos la deliberación carece de sentido. Y, a veces, aceptamos que en este ejercicio nos encontraremos con personajes desagradables y ofensivas, que pueden utilizar las herramientas del sistema para retorcerlas en su beneficio. La libertad de expresión es un desafío a la constante tentación de proscribir a los adversarios políticos según los criterios propios de verdad y convivencia.
Por esto mismo, es preocupante que un considerable número de voces planteen la condena de Valtonyc como un ataque a la libertad de expresión. Sí, me resulta exagerada la condena – como la de dos años y medio de cárcel al tuitero machista-, aunque debo ser de los pocos españoles que se considera un ignorante en materia judicial. Pero también sé que este tipo de arengas amenazantes no tienen nada que ver ni con derechos fundamentales, ni con la censura. Cada uno es responsable de sus ideas y de cómo las expresa. Las del músico hablan por sí solas y no necesitan una sesuda exégesis literaria. Estas pulsiones violentas no pueden tener cabida en la conversación pública, ni mucho menos ser legitimadas social y políticamente. Si nos queremos tomar en serio la libertad de expresión, comencemos por aquí. Qué bien que nos rasgamos las vestiduras cuando alguien hace realidad los oscuros deseos hechos letra del artista mallorquín.