Estas son las “chorradas” por las que haré huelga, señora Cifuentes
Es domingo, todavía, mientras escribo esto. Esta mañana bajé a la calle en pijama y abrigo -ejecutando el sueño ese de parecer cívica aun sin ropa interior-, me pedí un café para llevar, compré tabaco y me senté en un banco con la boca abierta al sol, como las abuelas disfrutonas.
Es domingo, todavía, mientras escribo esto. Esta mañana bajé a la calle en pijama y abrigo -ejecutando el sueño ese de parecer cívica aun sin ropa interior-, me pedí un café para llevar, compré tabaco y me senté en un banco con la boca abierta al sol, como las abuelas disfrutonas. Los días de fiesta cierran Fuencarral al tráfico y los críos sacan la artillería de bicicleta, juegos y pelota: reina la anarquía en el barrio y yo me deleito mirándoles flipar. No como si me golpeara dentro el instinto maternal, que no parece que vaya a venir a visitarme, sino como una cómplice adulta con memoria de recreo. En pleno stendhalazo, me sentí una mujer feliz y celebré en silencio la verbena de ir a mi bola: vivo sola y exijo mi derecho al desorden. Fumo en la cama, camino desnuda por la casa, leo sin interrupciones e invito a mis seres humanos favoritos a éste, mi centro de operaciones, sin otra mirada atenta que la de mi portero, que con tanta entrada y salida se montará la película y verá en mí a una joven orgiástica -ya estaría bien, pero la realidad siempre es más sórdida-. Me prometí una vez que no daría explicaciones ni al Papa y no las doy. A veces siento que mis pequeñas y cálidas libertades las voy conquistando gracias a mi propio desastre y a un cúmulo de manías diminutas que dan relieve a una personalidad independiente, en debate entre la ternura mundial y la misantropía: qué sé yo, cada una tiene su método para esparcirse.
Vivo de mi trabajo y trabajo en algo que amo. En mi sección de Cultura me acompañan dos hombres concienciados en la igualdad. Me siento identificada con el sabor de lo que firmo. No me muerdo la lengua y peleo por conservar el humor sin renunciar al escepticismo. Entiendo, como decía Gloria Fuertes, que hay placer en “cantar al vagabundo porque al fin fue valiente, ir matando los besos como si fueran piojos, beber blanco, pronunciar ciertas frases, decir ciertas palabras, exponerte a que un día te borren de la nómina…”. Y también sé, citando a Joan Margarit, que la libertad es “una librería, un rey saliendo en tren hacia el exilio, hacer el amor en los parques o ir indocumentado”. El poeta catalán prometía también que la libertad es el alba de un día de huelga general.
Pensaba yo en todo esto -en cómo asirlo haciendo de ello un hábito- y me asaltaron las declaraciones de Cifuentes: eso de que la huelga del 8 de marzo es “infundada”, vaya, que le parece una “chorrada descomunal”. Si me viese desde fuera, la señora Cristina podría afearme y decirme que qué motivo tengo yo para patalear, si en resumidas cuentas hago lo que me sale del ovario alto. Pues bien: voy a la huelga por todas las veces que mi hermana pequeña ha entrado en casa por la noche, sin resuello, porque algún tipo la perseguía hasta el portal. Voy a la huelga por la niña de mi colegio a la que su novio le rompió el tímpano de un golpe, pero le daba vergüenza contarlo. Voy a la huelga porque la primera vez que me llamaron “puta” aún era virgen, pero me lo han repetido varias veces a lo largo de mi vida: por tener sexo, o por decidir no tenerlo.
Voy a la huelga porque han intentado inculcarme que mi valor como mujer aumentará cuanto más tarde en acostarme con quien deseo; y porque me han explicado que si no tengo pareja a una edad conveniente me convertiré en un desecho. Voy a la huelga porque tengo que guerrear el doble que cualquier hombre -mediocre- por la voz pública: por alcanzarla y por defenderla. Voy a la huelga por todos y cada uno de los comentarios condescendientes, o babosos, o crueles que he recibido por ser mujer mientras hacía mi trabajo. Voy a la huelga porque he tenido que investigar para leer a otras mujeres: porque ningún plan de estudios me ha presentado su talento, ni su lírica, ni su pensamiento.
Voy a la huelga porque rechacé a un tío en un bar y, antes de seguir molestándome, me dijo que no era lo bastante guapa -lo bastante guapa, ¿para qué, para quién; si tengo dos manos, dos piernas y una boca, si hablo y me desarrollo, si existo y me respeto al margen de tu mirada lúbrica e impertinente?-. Voy a la huelga porque una de mis parejas me perjuró a gritos que, si le dejaba, se iba a encargar de que no volviese a estar con nadie, y experimenté pánico físico. Voy a la huelga porque he aprendido a reconocer el significado de un “nadie te va a querer como yo” cuando lo escucho -oye, ¿cómo que no?, lo veremos: me van a querer mejor, estúpido-. Voy a la huelga por mis brillantes y valientes amigas, a las que han intentado anular ciertos gilipollas que no les llegaban a la suela del zapato: por los “estás gorda”, por los “vamos a follar aunque no te apetezca”, por los “dime ahora mismo dónde y con quién estás”, por los “vas vestida como una zorra, cámbiate”. Voy a la huelga porque, mientras una de ellas guardaba reposo después de un doloroso aborto, su pareja -que tenía el 50% de responsabilidad en la situación- se fue de festival, y entre la espesa impotencia me acurruqué con ella y la admiré más que nunca.
Voy a la huelga porque a Tania, la adorable mujer que limpia mi casa, su marido borracho la maltrató durante años y ahora es una hembra alegre, feroz y autosuficiente. Voy a la huelga porque mi madre siempre ha trabajado fuera de casa, pero al llegar era ella quien ponía la cena y fregaba, en silencio, los platos, mientras mi padre veía el fútbol. Voy a la huelga también por mi padre, porque el otro día me pedía perdón por haber dejado su silla vacía en tantas funciones de navidad del colegio y por no dedicarse a saber quién es su hija: a él le habían enseñado que tenía que ser un tiburón laboral para que su familia viviese bien. Ahora mira atrás y se da cuenta de que fue muy pobre en tiempo y se perdió -y nos privó- de todo lo intangible, que es siempre lo irrecuperable.
Voy a la huelga porque quiero que mis amigos hombres lloren delante de mí, como a veces desean hacer, pero aprietan la lágrima, se levantan y se van, impulsados por ese látigo invisible que les obliga a la fortaleza. Voy a la huelga por las asesinadas, por las violadas, por las invisibilizadas, por las empobrecidas, por las que rompen a cabezazos el techo de cristal. Por las víctimas y las supervivientes. Voy a la huelga por la dignidad de todas las mujeres que amo y las que no conozco, pero ya me duelen. Voy a la huelga porque no estoy triste, sólo enfadada, y porque muchas más colegas querrían ir, pero temen que eso le traiga problemas con sus empresas: voy a la huelga, verán ustedes, porque precariedad y reivindicación cada vez son más el agua y el aceite. Voy a la huelga, dentro de mi condición de mujer afortunada, por un millón de razones más, pero seguro que todas le parecerán “chorradas” a la señora Cristina Cifuentes.