Por ti, ¡vota la mujer!
Por ti, ¡vota la mujer!
Desde la cama, con fiebre, recordé aquella canción, “Hoy las cadenas hay que romper en dura lucha por libre ser y nuestras dignas sucesoras cantarán al ser mayores: ‘Por ti, vota la mujer’”. Recordé, claro, la película, Mary Poppins, el bolso enorme de Julie Andrews y los universos maravillosos que se escondían bajo los adoquines de las calles. Me vino a la cabeza la palabra mágica, supercalifragilisticoespialido
Lo pregunté en casa y me respondieron que supercalifragilisticoespialido
Quise ser un niño hasta los doce años. Jugaba a futbol, a tenis y, en esa época en que las niñas querían darse su primer beso con Nick Carter, yo me corté el pelo como él: rapado por la parte de abajo, a lo paje por encima: un auténtico desastre. Armada con mis aparatos de los dientes, iba de negro y nunca salía sin mis Nike con cámara de aire y camisetas anchas para que no se notara que tenía pecho. Lo peor es que nunca me planteé por qué hacía todo eso, simplemente quería ser uno más. Pero, luego, todo pasó. Aparecieron las discotecas de tarde y con ellas también el primer chico que me gustó. Cambié rápidamente las Nike por los tacones y el maquillaje, y me dejé el pelo largo, que he seguido manteniendo hasta ahora.
Me convertí en otra. Magia. Supercalifragilisticoespialido
Años más tarde, ya en la universidad, viví de cerca lo que era el maltrato y los abusos, pero seguía sin relacionar con ellos el estribillo mágico de Mary Poppins. Luego, trabajé durante algunos veranos con mujeres en distintos países de África. Trataba –yo, que me sentía muy libre y muy moderna por viajar sola a esos países a los que se suponía que no podía ir una chica sola–, de abrirles los ojos. Todo muy paternalista, efectivamente. Pero vi cosas: la ablación, los hombres con sida que mantenían relaciones sexuales con mujeres vírgenes para que les curaran de su enfermedad, niñas a las que les pegaban cuando jugaban conmigo porque yo iba sin velo. Todo eso vi. Y entonces, cuando regresaba a España, me decía que ahí estaba a salvo, que en mi país todos éramos iguales. Respiraba. Me sentía afortunada y mientras lo pensaba, probablemente estuviera preocupada porque no me cabían los tejanos del año pasado o porque tenía ojeras. O porque mi novio decía o hacía y yo siempre creía que tenía la culpa. Porque me exigían, me culpabilizaban, me comparaban. Nos exigían, nos culpabilizaban, nos comparaban. Y nunca era suficiente.
Sabemos que pegar está mal y que la violencia física es deleznable. Pero nunca, hasta hace pocos años, llegué a pensar que la otra violencia, la que no se ve, es la peor. La de la dictadura de la talla 34, la de que tu hermana ponga la mesa, la de que los niños no lloran, la de que hay colores para cada sexo, la de que un niño que se viste de sevillana es menos niño. La de que un hombre lo explicará mejor que tú. La de qué hace soltera una chica tan guapa como tú. La de ponte guapa para la entrevista, tú, que escribes –y que con eso debería bastar– pero que lo importante es que salgas bien mona en la foto.
El 8 de marzo estaba con fiebre y no pude ir a la manifestación. Sin embargo, lo vi. Vi a mujeres y a hombres que pensaban lo mismo que yo. Que quizás no hubieran necesitado viajar a tantos lugares porque, al final, la realidad siempre había estado ahí, bajo la cama. El 8 de marzo deseé más que nunca tener hijos, hijas, llevarlos de la mano y decirles, “¿Ves? No es magia”. Es que nos movemos y que avanzamos, que hace tiempo, cuando ni tú ni yo habíamos nacido, hubo unas mujeres y unos hombres que cantaban: “Por ti vota la mujer” y que votar no hace referencia a las pelotas de baloncesto, sino que es un derecho fundamental como lo son muchas otras cosas. Y que es cierto que todavía hay mucho por hacer, pero ya ha comenzado. Dicen, y es un tópico pero es totalmente cierto, que cualquier viaje, por largo que sea, empieza siempre con un primer paso.