Madrid real
Meses fantaseando con la idea de dejar Madrid y cuando el salón se llena de cajas le entra a uno frío. Madrid es mucho Madrid, ciudad entregada a quien quiera tomarla. Pocas cosas se escogen en la vida y esta ha sido una de ellas desde aquella nocturna e infantil entrada en coche por la Castellana, con el Bernabéu iluminado, los botones en la puerta de los hoteles, la Cibeles y el poderío de las aceras limpias, grises y capitalinas. Desde Barcelona —adonde ahora regreso—, Madrid me silbaba y me guardaba un sitio que ahora dejo caliente.
Meses fantaseando con la idea de dejar Madrid y cuando el salón se llena de cajas le entra a uno frío. Madrid es mucho Madrid, ciudad entregada a quien quiera tomarla. Pocas cosas se escogen en la vida y esta ha sido una de ellas desde aquella nocturna e infantil entrada en coche por la Castellana, con el Bernabéu iluminado, los botones en la puerta de los hoteles, la Cibeles y el poderío de las aceras limpias, grises y capitalinas. Desde Barcelona —adonde ahora regreso—, Madrid me silbaba y me guardaba un sitio que ahora dejo caliente.
Me llevo un botín desmesurado: amigos, noches interminables con ellos, Ángela y tres Copas de Europa. Hasta he visto llegar a Jabois, que ya es decir. Los paseos de esta última etapa de siete años empezaron entre negocios quebrados —locales como peceras a oscuras en cada edificio—, bares a medio gas, manifestaciones y caras largas de ir a ganarse los pocos cuartos en circulación. No es buen suelo para revoluciones, aunque casi todas prendan aquí.
Los planes que traía de Nueva York se perdieron en estas calles inmóviles que reservaban otros para mí. «Madrid es no tener nada o tenerlo todo», recuerda Gómez de la Serna en un póster que voy a descolgar hoy o mañana. He tardado en saber que aquí se tiene todo y nada al mismo tiempo, que en Madrid besas la lona y luego te vas de cañas, o al revés.
Madrid es mía. He frecuentado poco lo que se viene a ver y mucho lo que me ha dado la gana. Un mapa privado de pequeñas hazañas sin importancia que quedan marcadas en el filo de las esquinas. Madrid es la libertad. Llegué cuando no me salía la barba y me voy con un penacho blanco en el mentón. A veces me ha parecido estar en París o en Lisboa o en Buenos Aires. Una ciudad para no viajar más, salvo al final de la noche.
Dejo Gran Vía, la segunda curva más bella del mundo, para irme a la playa. De tan madrileño, el viaje parece un chiste. Mi abuela se murió sabiendo que su nieto vivía en el cinco de Gran Vía y que eso debía ser importante y lo era. Una mañana, al salir del portal, me crucé con Houellebecq y me faltó gritarle «Maeeeestro», como hizo García Márquez con Hemingway. En esta calle que se ha llamado de la Unión Soviética antes de que marchara Franco, he visto pasar la Vuelta a España, a un millón de mujeres y hasta al nuevo Rey. La próxima vez ya será peatonal o casi y no me jugaré el pellejo para cruzarla.
Y tras las despedidas, que ya no son lo que eran, pero se celebran igual, con el frío que han traído las cajas y esta lluvia que cae indiferente en la terraza, las ganas de irse de Madrid para volver.