Oda al silencio
Hace unos días, cuando el caso del pequeño Gabriel estalló por los aires certificando la mala pinta que desde un principio tenía el asunto, miré el listado de columnistas encargados de darle tinta a esta sección y me alivió no encontrar mi nombre entre ellos.
Hace unos días, cuando el caso del pequeño Gabriel estalló por los aires certificando la mala pinta que desde un principio tenía el asunto, miré el listado de columnistas encargados de darle tinta a esta sección y me alivió no encontrar mi nombre entre ellos. Supuse que cualquiera de los que firmara aquí o en cualquier otro periódico esa semana tendría la obligación (impuesta no sé muy bien por qué o por quién) de escribir sobre el trágico desenlace, manifestar lo que a la ética ya condena por sí sola, descubrir algún camino que ya no fuese necesario recorrer y decir alguna que otra gilipollez para justificar su columna. No les culpo, que conste. Insisto en que a mí mismo me hubiera tocado hacer lo propio de haber visto mi nombre entre aquellos que envía el director cada semana. De algún modo, la mejor columna que yo podía escribir entonces me la impuso, gracias a los azares del calendario editorial, el silencio.
Ahora bien, desde esa barrera uno observa cómo los medios se han decidido a prostituir el silencio con una cantidad ingente de barrabasadas y no puede evitar echarse las manos a la cabeza. La asesina ocupaba la mayoría de clics: entrevistas a la familia olvidada al otro lado del Atlántico, persecuciones a la hija por la Castilla profunda, planos del piso donde vivió hace quince años… Y a partir de ahí, barra libre con el resto. Desde fotos de la familia tomadas por debajo de la sobaquera hasta insinuaciones escabrosas sobre el papel que desempeñaba cada uno de los personajes de la tragedia. Todo era publicable si llevaba el nombre de alguno de los afectados en la cabecera. Y cuando el tsunami del morbo hubo pasado, dejando los destrozos a la vista de todo el mundo, llegaron las aguas tranquilas del partidismo político. Que si cadena perpetua por aquí, que si racismo por allá; que si con este partido se acabó la violencia, que si comparamos con no sé qué delito político. Sólo queda saber cuál de los dos lados guerracivilistas elige el lector y ya tienes el mes echado de cara a ComScore y Google Analytics. Un circo infame del que me da vergüenza formar parte.
Por eso se antoja necesario que los medios callen más y publiquen menos. Alguien, algún gurú de la publicidad, una especie de Risto desencadenado o algo parecido, debe darse cuenta de que a veces una callada vende más que dos mil clics. De hecho, y volviendo al tema del pequeño Gabriel, estoy seguro de que muchos lectores se habrán sentido más orgullosos de según qué silencios en su medio de cabecera que de la mayoría de entradas que se han publicado al respecto; más orgullosos de la página en blanco de su columnista favorito que de sus alaridos histéricos en Twitter. Como todas las cosas que tienen que ver con la estrecha relación entre la realidad y el periodismo, todo lo había dicho Larra ya en aquel lejano siglo XIX: bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden.