La locura de Styron
Primero fue la intolerancia al alcohol. Toda una vida bebiendo, y ayudándose del alcohol para escribir –“aunque jamás compuse una línea mientras me hallaba bajo su influencia, lo utilizaba como un medio de ayudar a mi mente a concebir visiones a las que el cerebro inalterado y sereno no tiene acceso”…
Primero fue la intolerancia al alcohol. Toda una vida bebiendo, y ayudándose del alcohol para escribir –“aunque jamás compuse una línea mientras me hallaba bajo su influencia, lo utilizaba como un medio de ayudar a mi mente a concebir visiones a las que el cerebro inalterado y sereno no tiene acceso”–, para no poder probar ni una gota de vino sin tener náuseas. “Ni por voluntad ni por elección me habría vuelto yo abstemio; la situación era desconcertante para mí, pero también traumática”, dice William Styron.
En este punto fecha el autor estadounidense el inicio de su depresión, ya con 60 años, reconocido como un novelista de éxito, y recién galardonado con el ‘Prix mondial Cino Del Duca’. Styron estaba convencido de que no merecía el premio, ni ese ni ninguno de los reconocimientos que había recibido en las últimas fechas. Luego fueron las “angustias de una profunda hipocondría”, la presciencia de dolores inexistentes. Una ansiedad persistente que le llevaba a estar en constante movimiento. Una rítmica erosión de su ánimo. “Ansiedad, agitación, temor difuso”.
La fase de negación había quedado atrás. Aquello no era un simple malestar. No era desazón. Cuando su propia casa de campo de Connecticut, su hogar de los últimos treinta años, se convirtió en un lugar siniestro, Styron ya había aceptado su enfermedad. Después vino la soledad. Aunque su mujer, Rose, siempre estaba con él, el escritor “sentía una inmensa y dolorida soledad”. Su capacidad de concentración se esfumó, y así hasta la imposibilidad del acto mismo de escribir, algo cada vez más difícil y agotador. “Y finalmente cesó”.
La depresión, escribe Styron en ‘Esa visible oscuridad’, sus memorias sobre la locura editadas en español por Capitán Swing, es un desorden psíquico misterioso, indescriptible, inimaginable para quienes no lo hayan sufrido. ¿Por qué sino chocó el suicidio de Primo Levi con ese muro de incomprensión? Después de haber sobrevivido a la barbarie nazi, ¿cómo podía haber demostrado el autor italiano esa fragilidad? Es como si a la gente le “repugnara” aceptar esa rendición.
“Para la trágica legión de quienes se sienten impulsados a quitarse la vida no debe formularse mayor reproche que para las víctimas de cáncer terminal”, sentencia Styron. La depresión es una enfermedad que en ocasiones deriva en el suicidio, y como tal debe ser tratada. En las últimas fases de su trastorno, el autor de ‘La decisión de Sophie’, huérfano de madre desde los 13 años, sufrió una transformación de su voz en la de un nonagenario, perdió la libido y el apetito, y por supuesto el sueño: “El agotamiento combinado con el insomnio es una tortura como hay pocas”.
Adicto a un fármaco nocivo que un doctor le había recetado, con su mente devastada, pasó a imaginarse su muerte: colgado en unas vigas, desangrado en una bañera… “Una noche de principios de diciembre ese momento llegó”. Quemó el cuaderno en el que había anotado su angustia y empezó a pensar en una nota de suicidio: “Me tenía obsesionado. Era la tarea de redacción más ardua que jamás había emprendido. Había demasiadas personas a quienes expresar reconocimiento, gratitud, a quienes dedicar cumplidos póstumos. Y en definitiva me era imposible dar forma convincente a la pura solemnidad fúnebre de la ocasión”.
¿Por qué no hacer como Pavese: “No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más”?
Palabrería. Demasiada palabrería. Derrotado, sabiendo que no iba a llegar al día siguiente, se obligó a ver una película. De repente un pasaje de la ‘Rapsodia para contralto’ de Brahms que sonaba en la película le traspasó el corazón como un puñal: “Comprendí que no podía cometer aquel sacrilegio conmigo mismo. Desperté a mi mujer y sin más dilación se efectuaron llamadas telefónicas. Al día siguiente me ingresaron en el hospital”.
Styron había oído cantar a su madre ese pasaje de Brahms cuando era niño.