Revolucionarios, rebeldes y cruces amarillas
Algo sabe de psicología revolucionaria Gero von Randow, quien en su juventud fue un excitado radical izquierdista. Sabe, y lo explica bien en Revoluciones (Ed. Turner), que éstas son una forma de vivir que siempre acaba en decepción. Sabe que “todavía no se ha producido ninguna revolución cuyo resultado no haya sido una nueva dominación”. Nunca consiguen la igualdad prometida, sino un nuevo reparto de privilegios. Así, no es de extrañar que sea una constante que, tras su triunfo, el revolucionario profesional se apropie del más bello o imponente palacio para ejercer su nueva rutina. El chalé con piscina y casa de invitados es un simple aperitivo que nos demuestra que tras la apariencia de sentimientos igualitarios solo hay esa envidia que don Quijote despreciaba como “carcoma de las virtudes”.
Algo sabe de psicología revolucionaria Gero von Randow, quien en su juventud fue un excitado radical izquierdista. Sabe, y lo explica bien en Revoluciones (Ed. Turner), que éstas son una forma de vivir que siempre acaba en decepción. Sabe que “todavía no se ha producido ninguna revolución cuyo resultado no haya sido una nueva dominación”. Nunca consiguen la igualdad prometida, sino un nuevo reparto de privilegios. Así, no es de extrañar que sea una constante que, tras su triunfo, el revolucionario profesional se apropie del más bello o imponente palacio para ejercer su nueva rutina. El chalé con piscina y casa de invitados es un simple aperitivo que nos demuestra que tras la apariencia de sentimientos igualitarios solo hay esa envidia que don Quijote despreciaba como “carcoma de las virtudes”.
También sabe von Randow que los revolucionarios son demasiado vanidosos para aceptar las derrotas, así que las “reinterpretan como procesos objetivos de maduración y preparaciones para el gran día”. Cualquier patinazo se convierte en jugada maestra y, en todo caso, habrá que purgar a los traidores. Con la sobredosis emocional, la realidad simplemente es una pequeña molestia. Algo de eso vemos en los separatistas catalanes. Han levantado barricadas que les separan del resto de la población, perdón, de esas “bestias con forma humana”. Solo hablan entre ellos, entre los que piensan igual, y esa lógica les conduce a competir por ver quién es más puro. El “golpe posmoderno” pasa a ser un proceso de retroalimentación. Se reconcentran y concluyen que nada es suficiente y que sólo más radicalidad cubrirá la frustración. Así van, de Mas a Puigdemont, y de éste a Torra.
La revolución de las sonrisas subvencionadas se ha metamorfoseado en la comuna de los rabiosos. Y la rabia es enorme, como lo es la frustración, ya que la separatista les parecía una revolución facilona. A diferencia de la revolución clásica, no necesitaba asaltar las administraciones públicas porque ya las controlaba. Tampoco necesitaba limitar la libertad de los medios de comunicación, porque ya los había contratado. Y respecto a aquellas instituciones intermedias, que deberían ser la expresión del pluralismo de la sociedad y la protección del individuo, el pujolismo dejó el trabajo bastante avanzado. En definitiva, estamos ante unos revolucionarios cobardes que no atacan a los poderosos, sino que se ceban con la parte más débil de la sociedad catalana, la que TV3 nos oculta. Sí, cobardes que niegan sus actos y sus palabras cuando llega la hora de asumir responsabilidades.
También sabe nuestro autor que “revolución quiere decir emoción. Y no cálculo”. Y, por ello, trae a colación al más citable de los pensadores, Alexis de Tocqueville: “nada es más opuesto a las costumbres revolucionarias que las costumbres de los negocios”. Así pues, entra en sus esquemas el cuanto peor mejor y el castigar a las playas catalanas con una banalización amarilla de los muertos de Normandía. Lo kitsch no rebaja el fanatismo. Lo hace más amargo y siniestro. Tampoco debería sorprender que cualquier dato o previsión económica les reafirme en sus prejuicios sobre la intrínseca maldad de los españoles en lugar de hacerles reflexionar sobre las consecuencias de romper una sociedad. En su rebelión contra el pluralismo ya ni siquiera ven que la intimidación es violencia y que la emoción desatada destruye la libertad y la democracia.
Sin embargo, los timoneles del procés persisten en un grave error. Todavía cegados de soberbia, infravaloran ahora la decencia de los catalanes que rompen su molde, como antes infravaloraron la fuerza del Estado y la resistencia de la Unión Europea. La insistencia en totalizar los espacios públicos ha despertado la nobleza de espíritu de miles de catalanes que se han rebelado y han dicho basta a un nacionalismo que pretende manipular cualquier aspecto de nuestras vidas. La dignidad hoy en Cataluña la representan esos rebeldes que no se someten a la llamada de ninguna tribu, sino que deciden ejercer su responsabilidad individual para defender la libertad de todos. Un día estos rebeldes mirarán a los ojos de aquellos que callaron o simularon y podrán decir con orgullo: “yo no”.