Una fe que justifica
Se habla de la envidia y se habla del resentimiento como de dos instintos primarios de la vida política. Miedo y odio, envidia y resentimiento son capas que se superponen la una a la otra. O la una por debajo de la otra, como el poder y la voluntad de poder. El ensayista alemán de origen iraní Navid Kermani escribió lo siguiente al respecto: «Envidia, aunque envidia quizás sea demasiado general y hoy día, en estos años, sería más preciso hablar de resentimiento que de aquella animadversión que reside en la envidia, aunque no sólo en la envidia, sino en la rivalidad y en los prejuicios, en el temor y en el sentimiento de inferioridad, es decir, que de forma inevitable llega al inconsciente».
Se habla de la envidia y se habla del resentimiento como de dos instintos primarios de la vida política. Miedo y odio, envidia y resentimiento son capas que se superponen la una a la otra. O la una por debajo de la otra, como el poder y la voluntad de poder. El ensayista alemán de origen iraní Navid Kermani escribió lo siguiente al respecto: «Envidia, aunque envidia quizás sea demasiado general y hoy día, en estos años, sería más preciso hablar de resentimiento que de aquella animadversión que reside en la envidia, aunque no sólo en la envidia, sino en la rivalidad y en los prejuicios, en el temor y en el sentimiento de inferioridad, es decir, que de forma inevitable llega al inconsciente».
Porque, en efecto, se trata de levantar una acusación que hunda sus raíces en instintos profundamente apegados a nuestras sombras: el miedo al fracaso y el odio a la diferencia que se ciernen amenazantes, la envidia al que consideramos secretamente superior y el resentimiento como fruto de la debilidad. Las emociones desprenden un halo de indignación que no necesita de argumentos adicionales. Como sucede en la teología de Lutero, sería la fe la que justifica y redime. El debate sofisticado, el diálogo público, el brillo sutil del matiz como el bien más preciado de la inteligencia aquí no cuentan. No, llegados a este punto.
Mientras la política se alimenta de emociones y se suceden los cordones sanitarios que buscan aislar y demonizar, asistimos atónitos al empobrecimiento del ideal democrático. El sueño del populismo es sustituir el debate público por un sentir maniqueo que parta en dos el nudo gordiano de la complejidad: el sentir que ensalza a unos y condena a otros; el sentir que habla de buenos y malos españoles, de buenos y malos catalanes; el sentir que distingue entre géneros como si se tratara del segundo pecado de Adán. La fe que justifica también condena cuando la duda razonada no abre grietas en su interior. Y nada hay más saludable que cuestionarse las emociones que sustentan el cáliz de nuestras ideas.