Activismo integrista
¿Por qué no decir las cosas por su nombre? Fuera complejos: integristas del mundo, ¡uníos! Durante el último tercio del siglo XIX y hasta 1896 Fèlix Sardà i Salvany lo tuvo claro y lo propagó sin descanso. “Si hoy día la Revolución se proclama y es ya el nihilismo, ¿qué debe ser ya la verdadera contrarrevolución sino el integrismo?”. Lo suyo sería una meditada movilización integrista, articulada a golpe de proclama y panfleto, y en su batalla obsesiva por perpetuar la cristiandad para él lo peor no eran los opuestos. Los peores eran otros mucho más próximos. Los católicos de medio pelo. “Me admira, a fe, de que esto no lo vea todo el mundo de esta manera y de que sean tantos los claros talentos y los corazones que hemos de suponer bien intencionados, a quienes cieguen y seduzcan tan a menudo los falsos atractivos del ya viejo y gastado y desacreditado moderantismo”. La peste eran los moderados dispuestos a pactar con el peor de los pecados –el liberalismo-, en la estela del arrinconado Jaime Balmes. La trayectoria del propagandista Sardà fue el objeto de la tesis doctoral del político en barbecho Santi Vila, que ahora la Fundació Joan Maragall ha publicado en libro. Desde el arranque del Sexenio Democrático, cuando se acercaba a los 30, este cura y sus compañeros del círculo del seminario entendieron que la amenaza del Error podría imponerse eternamente. Lo impedirían. No es que fueran gramscianos, Dios los libre, pero intuyeron que si no luchaban por la hegemonía nada podrían hacer. “Nuestra táctica debe ser la de un gran ejército disperso en guerrillas. Mutua comunicación que a la vez nos aliente y nos obligue, pero la única indispensable para entendernos con una palabra”. Su herramienta fue la imprenta, su estrategia el despliegue integral entre los sectores populares y el maniqueísmo su retórica. Lo de menos, claro, sería la complejidad de sus argumentos. “No es al catolicismo a quien le toca conciliarse con nadie; a las leyes, a las costumbres, a las instituciones modernas, toca reconciliarse con él”. Cuando tienes la Verdad, lo tienes todo y sólo debes repetir lo ya sabido como un credo incuestionable: “proporcionar sanas lecturas a todo el mundo e impedir la circulación de todas las perniciosas”. El motor de la máquina de propaganda que pusieron en marcha fue una publicación periódica: la Revista Popular. Allí no había pluralismo, como en muchos de nuestros medios. Allí sólo se repetía el argumento eterno para que los convencidos no dejarán de serlo. Y donde no hay discusión, porque hay Verdad, hoy como ayer, solo hay propaganda. Y cuando la propaganda se vende como información, domina la mentira disfrazada. Así sigue actuando el activismo integrista.
¿Por qué no decir las cosas por su nombre? Fuera complejos: integristas del mundo, ¡uníos!
Durante el último tercio del siglo XIX y hasta 1896 Fèlix Sardà i Salvany lo tuvo claro y lo propagó sin descanso. “Si hoy día la Revolución se proclama y es ya el nihilismo, ¿qué debe ser ya la verdadera contrarrevolución sino el integrismo?”. Lo suyo sería una meditada movilización integrista, articulada a golpe de proclama y panfleto, y en su batalla obsesiva por perpetuar la cristiandad para él lo peor no eran los opuestos. Los peores eran otros mucho más próximos. Los católicos de medio pelo. “Me admira, a fe, de que esto no lo vea todo el mundo de esta manera y de que sean tantos los claros talentos y los corazones que hemos de suponer bien intencionados, a quienes cieguen y seduzcan tan a menudo los falsos atractivos del ya viejo y gastado y desacreditado moderantismo”. La peste eran los moderados dispuestos a pactar con el peor de los pecados –el liberalismo-, en la estela del arrinconado Jaime Balmes.
La trayectoria del propagandista Sardà fue el objeto de la tesis doctoral del político en barbecho Santi Vila, que ahora la Fundació Joan Maragall ha publicado en libro. Desde el arranque del Sexenio Democrático, cuando se acercaba a los 30, este cura y sus compañeros del círculo del seminario entendieron que la amenaza del Error podría imponerse eternamente. Lo impedirían. No es que fueran gramscianos, Dios los libre, pero intuyeron que si no luchaban por la hegemonía nada podrían hacer. “Nuestra táctica debe ser la de un gran ejército disperso en guerrillas. Mutua comunicación que a la vez nos aliente y nos obligue, pero la única indispensable para entendernos con una palabra”. Su herramienta fue la imprenta, su estrategia el despliegue integral entre los sectores populares y el maniqueísmo su retórica.
Lo de menos, claro, sería la complejidad de sus argumentos. “No es al catolicismo a quien le toca conciliarse con nadie; a las leyes, a las costumbres, a las instituciones modernas, toca reconciliarse con él”. Cuando tienes la Verdad, lo tienes todo y sólo debes repetir lo ya sabido como un credo incuestionable: “proporcionar sanas lecturas a todo el mundo e impedir la circulación de todas las perniciosas”. El motor de la máquina de propaganda que pusieron en marcha fue una publicación periódica: la Revista Popular. Allí no había pluralismo, como en muchos de nuestros medios. Allí sólo se repetía el argumento eterno para que los convencidos no dejarán de serlo. Y donde no hay discusión, porque hay Verdad, hoy como ayer, solo hay propaganda. Y cuando la propaganda se vende como información, domina la mentira disfrazada. Así sigue actuando el activismo integrista.