Los atajos de Carmen Calvo
Ahora que sabemos que Carmen Calvo conoce a todas las mujeres de España para las que se supone ha de legislar en virtud de titular de la cartera de Igualdad, podemos echarnos a temblar.
Ahora que sabemos que Carmen Calvo conoce a todas las mujeres de España para las que se supone ha de legislar en virtud de titular de la cartera de Igualdad, podemos echarnos a temblar. La pasada semana la vicepresidenta del Gobierno aseguró a las bravas que tiene dudas de que «los hombres» sepan «cómo funcionamos las mujeres». Más que una afirmación, lo de Calvo es casi una confesión, un tipo de comentario normalmente reservado a la intimidad que, en este caso, emite un juicio de valor sobre el colectivo masculino y que, dicho sea de paso, dice muy poco a favor de ellos.
Todos tenemos prejuicios inconfesables que nos ayudan a organizar la realidad y manías subjetivas que inclinan nuestras decisiones personales, por lo que si sólo de eso se tratara, a Calvo solamente cabría que reprocharle lo mismo que a su compañera Margarita Robles, que usó la cuenta oficial del Twitter de Moncloa para explicarnos que le gustan las plantas. A saber: que las filias y fobias personales cuando se es cargo público hay que encajonarlas mientras dura el nombramiento del BOE a menos que se pretenda que sean acogidas por la opinión pública como un delicioso manjar cargado de lecturas políticas. Es algo que cabe recordar cada vez que un político apostilla «a título personal, creo que…». Cómo si la opinión de un ministro o de un líder autonómico tuviera más importancia que la del resto sin el cargo que acompaña su apellido. Calvo es la responsable de las decisiones que tome el Gobierno de España y su concepción de ‘los hombres’ y ‘las mujeres’ ofrece un presagio bastante concluyente de lo que tendrá en mente cuando se ponga a mejorarnos las leyes.
La vicepresidenta conoce esas implicaciones en la opinión pública de todas y cada una de sus afirmaciones. Por eso las hace. Sus palabras y sus silencios tienen una carga política innegable y ella orgullosamente certificó una serie de cosas que no pueden escapar la crítica. Calvo cree que los hombres forman un conjunto monolítico de individuos incapaces de ser caracterizados por nada más que su sexo, otro tanto para las mujeres, pues de su razonamiento se desprende que todas «funcionamos» y operamos del mismo modo en toda circunstancia. Pero hay más: considera que el objeto digno de comprensión y de estudio es ella respecto a él, como si la empatía o la carencia de ella fueran también características atribuibles por sexos. Las categorizaciones pueden ser útiles para simplificarnos las contradicciones a las que nos somete la experiencia, pero este Gobierno desconoce el abismo que separa las consecuencias de ese atajo mental privado de las de hacer política desde la pretensión de blindar, y no de difuminar, esas desigualdades que alimentan con sus declaraciones.
Lo peor de todo es que Calvo realmente cree que sus prejuicios pueden serle de ayuda a la humanidad. Forma parte, inconscientemente quizás, de esos hombres y mujeres que creen que las mujeres ‘funcionamos’ todas igual, y que si todavía no lo hacemos es porque algún error nos ha conducido a la fatalidad de ser libres, incluso libérrimas, para llevarle la contraria a la vicepresidenta. Calvo está convencida de que su manera de entender a los hombres, a las mujeres y a la realidad es la más justa y la más digna, y que si el resto no hemos llegado lo haremos porque sus políticas públicas tendrán a bien ocuparse de ello. Es desalentador constatar cómo la izquierda, para hacer notar que ha vuelto al Gobierno y que las cosas han de cambiar para que cambie también España, tenga que recurrir al viejo truco de la única moralidad válida y a sus ansias de imponerla. Paciencia.