El ruido es silencioso
Hace ya mucho que trabajo muy poco en lo que no me gusta y por eso, cuando la gente me dice “descansa” los días previos a mi salida vacacional, me siento un poco culpable. Trabajar en lo que me gusta no me cansa, y descansar de lo que me gusta, me agobia.
Hace ya mucho que trabajo muy poco en lo que no me gusta y por eso, cuando la gente me dice “descansa” los días previos a mi salida vacacional, me siento un poco culpable. Trabajar en lo que me gusta no me cansa, y descansar de lo que me gusta, me agobia.
La verdad es que la gente dice “descansa”, “recarga las pilas” y cosas de esas porque la gente, toda, está muy cansada, estresada, vive al límite de la locura laboral. Yo no. Yo hice una cosa arriesgada: vivir de mis ahorros para dedicarme a hacer sólo lo que me apasiona: escribir. Me jubilé a mí misma, pagándome un sueldo en tiempo, me convertí en mi propia mecenas, me retiré de la dureza de un trabajo donde o lo eres todo o no eres nada y me salvé a mí misma del cansancio y de la frustración.
Así que lo mío son otros cansancios. Son los cansancios de discurrir cómo conseguir no arruinarme ganando muy poco, los cansancios de ser autosuficiente, de tomar todas las decisiones en una familia monoparental, de darle el mejor ejemplo posible a mis hijos, de conseguir que practiquen el amor, la alegría, la cultura, la libertad, sobre todo, la libertad. Son cansancios, los míos, que comparados con los de los demás, me parecen nada más que la mitad de los cansancios ajenos.
Pero la gente está muy cansada, porque la gente trabaja de sol a sol y también tiene familias que cuidar. La gente está agotada, todos, incluso los que no deberíamos estar cansados. Me doy cuenta de lo exhausta que estaba de todo y de todos al venirme junto al mar, en un lugar plácido y fresco. Cada mañana observo a la gente pasear por la enorme pradera que se extiende entre mi ventana y el mar. Por las mañanas temprano, mi tranquilidad empieza con los paseantes de perros. Hombres y mujeres cruzan el césped con sus queridas mascotas. Les lanzan pelotas, atraviesan hasta la playa, juegan a saltar las olas en el mar sobre la arena prieta de la marea baja. De fondo, por el paseo marítimo, los corredores. Mujeres atléticas, hombres perfectamente equipados de colores fosforescentes. Según va avanzando el día, cambian las actividades, las familias hacen picnics sobre la hierba y preparan barbacoas de un solo uso, de esas que se compran en los supermercados. Veo grupos de estudiantes extranjeros se sientan en perfectos corros, para poder charlar todos con todos. Cada pandilla de edad tiene su propio patrón visto desde arriba, con mi vista de pájaro, y la formación en círculo es de los adolescentes.
Mientras los observo desde mi ventana, reflexiono sobre sus aparentemente pacíficas existencias. No es una muestra de la sociedad real lo que tengo delante, es una muestra de lo que hace la sociedad cuando se siente libre, cuando ama, cuando ríe, cuando liga, cuando comparte experiencias felices, cuando descansa. Todos los días veo la felicidad de no hacer nada estresante, que requiera entregar un trabajo para mañana, que requiera alcanzar un objetivo, que conlleve el juicio de un jefe o la censura de la mirada ajena. Qué feliz es el mundo que no tiene obligaciones basadas en esta trampa de la lucha por ser más que el de al lado.
Y este ver felicidad es mi descanso. Observar me llena de historias. Mirar el mar y a todos los seres que se aproximan al agua en busca de deporte o diversión. Los veo por una ventana real, llena de luz azul, con el cambio de las mareas y los veleros de los millonarios y las barcas de goma compradas en Amazon de los humildes, y me hacen sentir que verdaderamente estoy cansada de toda la toxicidad informativa sobre Trump, Cataluña, La Real Academia de la Lengua, los huesos de Franco, el Brexit, los envenenadores rusos, los tiroteos en los colegios estadounidenses, las violaciones en grupo, las víctimas de la violencia y los ahogados, cientos y miles de ahogados que llegan a las playas de la conciencia.
Toda esta avalancha de causas e informaciones me tenía agotada, porque sabido es que tenemos demasiada información, demasiada, y empezamos a tener también demasiada voz. Una voz que se amplifica con la tecnología, las redes, los bots, las campañas, las peticiones y que cambia la sociedad a una velocidad que asusta y que sobre todo, ensordece la ternura, la paz, la colaboración discreta. Una voz multiplicada por mil millones, ruidosa y constante. Una voz agotadora y fanática, como la de los hinchas de un partido infinito. Causas que montan broncas y voces que montan causas por todos los temas imaginables e inimaginables. Causas buenas, causas justas, pero ruidosas. Causas injustas, causas matadoras, y aún más atronadoras. Un ruido que entra, curiosamente, por los ojos, por la lectura, por la mirada sobre la ventana de twitter o Facebook.
Yo abogo por una causa del silencio, aunque sea durante un mes al año. La sencilla causa de observar en silencio a la niña que hace volteretas sobre el césped, al anciano que pedalea, a la señora que elegantemente vestida espera el autobús. Hay un ruido mental al que quizá los que nacimos en el silencio de un país en el que la televisión no empezaba hasta las cinco de la tarde, no podemos acostumbrarnos. O no queremos acostumbrarnos.
Quizá el cerebro digital es de otra forma y los jóvenes podéis estar así, como en un concierto de Iron Maiden días y días y meses. Yo no. Yo estaba cansada de los kilómetros y de las causas, y no sabía lo cansada que estaba hasta que me puse a descansar.