Taxis y VTC: dos ficciones de verano
Los taxistas han parado Madrid y Barcelona en protesta contra el incumplimiento de las cifras de licencias de VTC. La normativa dice que debe haber una proporción de una VTC por cada 30 taxis, pero las cifras dicen que estamos en una VTC por cada siete.
Los taxistas[contexto id=»383900″] han parado Madrid y Barcelona en protesta contra el incumplimiento de las cifras de licencias de VTC. La normativa dice que debe haber una proporción de una VTC por cada 30 taxis, pero las cifras dicen que estamos en una VTC por cada siete. En puridad, los taxistas tendrían la razón legal, pero no es así. Las licencias de vehículo con conductor no se obtuvieron de forma ilegal, sino aprovechando un vacío y reutilizando licencias previamente otorgadas. Aunque los taxistas tuvieran razón, retirar licencias otorgadas puede producir un varapalo posterior en instancias europeas que no haría sino agravar el problema. Estamos en un escenario donde no hay razón legal clara, y el debate se traslada a opciones morales e ideológicas, donde el pragmatismo encuentra menos recovecos por los que colarse.
La razón moral que esgrimen los taxistas se basa es un relato impecable: son trabajadores autónomos altamente endeudados para adquirir sus licencias, que de golpe y porrazo han sufrido una devaluación atroz, al mismo tiempo que se han visto disminuidas sus carreras por la competencia de Uber y Cabify. Además, no puede hablarse de avance tecnológico –no es, como tanto se dice, un fabricante de máquinas de escribir quejándose por la aparición del ordenador– puesto que el servicio que ofrecen unos y otros es el mismo: un conductor que, por un precio, te lleva a un sitio u otro en su vehículo. Siendo así, ¿por qué habría de haber un servicio igual sin cumplir los requisitos regulatorios a los que ellos son obligados?
Por su parte, las empresas de VTC aducen también una explicación sin mácula: que hay negocio para todos, que son complementarios, y que ofrecen un mejor servicio y a mejor precio. Se trataría de la sana competencia, necesaria para el correcto funcionamiento del mercado en favor del consumidor y el usuario. El negocio de las VTC estaría basado en el peer progresive del que hablaba el ensayista Steven Johnson para describir al ciudadano del siglo XXI, el «par progresista» conectado, urbano, de mentalidad horizontal y cooperativa, en contraposición a la jerarquía estatista de los reglamentos y las regulaciones de arriba abajo.
Ocurre que ninguno de estos relatos sobre los que se basa la discusión son ciertos. Aunque el taxi ha mejorado mucho su servicio en los últimos años, no es menos cierto que lo ha hecho cuando vio el peligro de la competencia acercarse. Y quizá lo hizo cuando su reputación era ya irrecuperable. La congelación de licencias desde hace años en las grandes ciudades turísticas ha permitido un mercado oculto sobrevalorado que ha creado una barrera de entrada enorme, que no se justifica en un servicio que no requiere ninguna especialización del oferente –no es, en este sentido, comparable a las farmacias–. Por otro lado, es habitual la subcontratación del vehículo por muchas menos horas de las que realmente cumple el trabajador, que a la mínima relata su descontento apenas nos subimos al coche. En el taxi también hay explotación de trabajadores sin derechos o con menos de los que les corresponden. Justo de lo que ellos acusan a las VTC. Todos los peores vicios del dirigismo arriba abajo los ha reproducido el taxi.
Las VTC, por su parte, son un muestrario del gran engaño de la gig economy y de la novela feliz de la sociedad de abajo arriba: competencia desleal, desprotección del trabajador, ingeniería fiscal y financiera, elusión de impuestos y subcontratación de proveedores de falsos autónomos. ¿Sería tan atractivo pujar por una licencia –y por tanto tan grave el problema– si hubiera verdadero control de dichos desmanes? Seguramente no, como se intenta hacer rebajando el atractivo como inversión de los pisos turísticos.
No habrá soluciones buenas, impecables. De entrada, habría que empezar por no vender ni creer ninguna de las idealizaciones que de una parte y otra insisten en contarnos. Y todos harían bien en comenzar a reciclarse para el mundo que llegará en pocos años, porque la automatización del automóvil es imparable, y cuando llegue no habrá nadie a quien culpar de la situación. Bueno, sí, quizá algún robot programado para no escucharnos.