El abandono del derecho
Dios nos protegería del vacío causado por la muerte, los antibióticos de los ataques víricos y el derecho, sobre todo el inventado por los romanos, del uso de la nuda fuerza para resolver conflictos.
Sloterdijk afirma en alguno de sus libros que el proceso civilizatorio se asienta sobre el concepto de inmunidad: Dios nos protegería del vacío causado por la muerte, los antibióticos de los ataques víricos y el derecho, sobre todo el inventado por los romanos, del uso de la nuda fuerza para resolver conflictos. La lucha por el derecho, por decirlo con Rudolf von Ihering, ha caracterizado desde entonces a todas las sociedades. Dicha lucha vendría a expresar los intereses y las ambiciones de las comunidades políticas que han tratado de obtener reconocimiento en las distintas etapas de la historia.
Weimar constituyó el primer laboratorio en el que se trató de vincular, definitivamente, derecho y política, normas y democracia. El resultado del experimento es de todos conocido: una Guerra Mundial y millones de muertos provocados por la oposición de los totalitarismos a la implantación del Estado constitucional. En el fascismo y el comunismo dominaron las doctrinas jurídicas que liberaban al poder de las ataduras de las normas. Mientras en el ámbito soviético se creó derecho de nueva planta para demoler cualquier vestigio de derecho burgués, en la Alemania nazi apenas se modificaron las bases formales del ordenamiento de Weimar: bastó implantar una serie de principios raciales e ideológicos para reformular colectivamente todas las normas de origen democrático, mutando así los fines para los que habían sido previstas.
La Guerra y los millones de muertos actuaron como vacunas en la reconstrucción europea. La justicia podría ser invocada en los planteamientos éticos acordados en sede constituyente y la dignidad sería un principio intangible para toda actuación estatal. Ahora bien, el derecho y la democracia serían inseparables. La igual libertad debería de ser alcanzada mediante los procedimientos que presidían la toma de decisiones: los derechos fundamentales se presentarían a partir de entonces como las “cartas de triunfo” de los ciudadanos frente al poder (Dworkin).
Me resulta difícil precisar en qué lugar nos encontramos ahora con respecto a este cuadro histórico. La obsesión legista ha amontonado una gran cantidad de promesas incumplidas, como es el caso de los derechos sociales. El marco del conflicto se ha desplazado desde la economía a la identidad. Pero quizá lo más destacado es que la lucha hoy se plantea contra las garantías jurídicas que preservan el derecho de la minoría a oponerse a las concepciones de justicia que cualquier facción quiera hacer dominantes en la sociedad. Para ello, las pasiones se desatan, y el complejo comunicativo trabaja en la resignificación de las instituciones con el objeto de que expresen una nueva verdad. Esas nuevas verdades alcanzan a veces una dimensión sagrada como consecuencia de la respetabilidad que las hemos otorgado a lo largo del tiempo: es por ejemplo el caso del género o el nacionalismo.
Y así, la democracia ya no se enfrenta solo a un problema de fake news, sino de un fake ius que tomando las viejas categorías del derecho privado, como el fraude y la simulación, organiza escenarios de “norma perversa” que buscan la merma, lenta pero imparable, de la legitimidad del sistema político en su conjunto. Quizá, en un futuro cercano, no sea necesario seguir los gravosos procedimientos para reformar la Constitución, el Código Penal o la Ley de Seguridad Ciudadana: bastará, al estilo Humpty-Dumpty, que el sanedrín mediático sentencie qué significado deben adoptar en el código cultural dominante.