Una tesis
Estas semanas se están ultimando en el Congreso las conclusiones de la Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera en España. Esto es, sobre el pufo de las cajas de ahorro.
Estas semanas se están ultimando en el Congreso las conclusiones de la Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera en España. Esto es, sobre el pufo de las cajas de ahorro. Si el lector no se ha enterado, seguramente es porque apenas ha trascendido algo de las sesiones que pesadamente se han ido sucediendo desde hace 16 meses. Descontando que alguna responsabilidad tendremos los que nos dedicamos a la comunicación en la Casa, por lo que pido perdón, lo cierto es que ni el formato de la comisión, ni la mayoría de los ponentes, ni el relato que se desprende de los trabajos tienen muchas posibilidades de capturar la atención de públicos mayoritarios. Como mucho, hemos llegado a entretenernos alguna semana ya lejana con detalles chuscos de las llamadas “tarjetas black” o alguna salida de pata de banco de Rodrigo Rato -detalles tan menores en la trama de la caída de las cajas que confirman una de las pocas reglas que reconozco en nuestro negocio: la anécdota siempre es más que el cuadro general.
Pero el cuadro general existe, y haríamos bien en no olvidarlo: durante dos décadas, los principales partidos -junto con las fuerzas vivas del país, de los sindicatos a la Iglesia católica- ocuparon las cajas de ahorro y las pusieron al servicio de sus fines. Trufaron los consejos de administración de fieles sin experiencia de gestión, expandieron la operación de las entidades a negocios y territorios donde no pintaban nada y, en suma, las usaron para engrasar sus organizaciones, para ejecutar obras innecesarias en tiempo de elecciones, para conceder créditos a promotores amigos y como estación de paso de figuras prometedoras de la política, o dorado retiro de quienes ya habían completado el cursus honorum. El resultado fue una factura de 60.000 millones de euros a pagar entre todos los ciudadanos, a los que hay que sumar la mala asignación de recursos, el deterioro de las instituciones y los daños personales de la burbuja inmobiliaria y la crisis subsiguiente. En conjunto, sin ninguna duda, el mayor escándalo de la España democrática.
Hace apenas un par de meses se puso de moda señalar los parecidos entre Pablo Casado y Albert Rivera, porque el comentariado político puede resistirlo todo salvo la tentación de un chiste intelectualmente perezoso. Pero en realidad la carrera que se parece a la del presidente del PP como una gota de agua a otra gota de agua es la del presidente del gobierno. Ambos emergieron del aparato de sus respectivos partidos, uno bajo el ala de Pepe Blanco, el otro amparado por Alfredo Prada y, más tarde, en el gabinete del expresidente Aznar. Sánchez pasó por el Ayuntamiento de Madrid y la Asamblea General de Caja Madrid, y fue diputado nacional en 2009 tras la renuncia de Pedro Solbes. Mientras tanto, Casado era diputado autonómico en Madrid, y en 2011 entró en el Congreso por la circunscripción de Ávila, una de las más seguras para los populares. Después de una investidura fallida en 2016, y de ser expulsado de la secretaría general por un golpe palaciego, Sánchez retornó en 2017 como improbable candidato neo-corbynista, apelando directamente a la militancia con un discurso trufado de guiños izquierdistas. Por su parte, Casado obvió su larga militancia en la ortodoxia popular y su asiento en la ejecutiva de Rajoy para presentarse en el congreso de julio de 2018 como paladín de los valores, del neoconservadurismo noventero y la “batalla de las ideas”, con algún guiño ocasional a las nuevas derechas continentales. Ambos resultaban más o menos igual de creíbles en sus nuevos papeles, pero ganaron.
El último episodio conocido de estas vidas paralelas pasa, lo han adivinado, por la universidad. En su período de construcción como cargos públicos a la sombra de sus respectivos partidos, tanto Casado como Sánchez parecen haberse aprovechado de otra ocupación tan vergonzosa, si no tan cara, como la de las cajas de ahorro: la de las universidades. Casado obtuvo un título de máster en condiciones más que sospechosas y con trabajos llenos de cortapega en un departamento de la URJC por el que también pasaron Cristina Cifuentes y Carmen Montón, y que se ha convertido en triste emblema de la utilización partidista de la universidad. No es casual que al patrón de gestión clientelar en la URJC se le llamase de puertas adentro “modelo Bankia”; ni que la directora del máster cursado por Montón, Laura Nuño, secretaria de CCOO en la universidad y candidata en la lista de IU encabezada por García Montero en 2015, esté imputada por el caso Cifuentes y provenga del entorno de Moral Santín, el antiguo hombre de IU en Cajamadrid. Sánchez, por su parte, se doctoró en tiempo récord con un trabajo que no reúne las condiciones mínimas para ser calificado de tesis, con un rector de su partido y un tribunal de amiguetes, y empleando además recursos, quién sabe si también humanos, de un ministerio.
En resumidas cuentas, dos señores de clase media de Palencia y Madrid, ex alumnos de los Maristas y del Ramiro de Maeztu, se han beneficiado de sus contactos y su militancia política para obtener títulos que obviamente no merecían con un trato de favor por parte de instituciones educativas colonizadas por sus compañeros de partido. Títulos que, dada esa misma trama de relaciones, servían como red de seguridad por si los azares de la carrera política los arrojaban de las instituciones o de los puestos como liberado del partido; para que pudieran caer de pie en alguna canonjía académica para desgracia de estudiantes y compañeros. Uno de ellos lidera hoy el Partido Popular. El otro preside un gobierno socialista sostenido por la izquierda. Dejo al lector las interpretaciones ideológicas de este hecho, pero recuérdese que buena parte de los que el resto del año nos infligen citas de Owen Jones y sermones sobre la clase social y la perpetuación de élites han decidido que sólo uno de los casos merece atención y censura. Algunos por lealtad a la organización, bien está. Otros, hay que suponer, porque los números que actualmente sostienen al gobierno ya les van bien. Y otros aún porque las exigencias de ejemplaridad, como se demuestra una y otra vez, suelen durar exactamente lo que tarda un socialista en llegar a la Moncloa.