Otro remedio homeopático: adiós al café (para todos)
Seducción, empatía, financiación, plurinacionalidad, reconocimiento, reforma constitucional: remedios que los homeópatas de la política no se cansan de repetir y aplicar sin que se atisbe avance alguno en Cataluña. El inconveniente no es que no exista consenso respecto al tratamiento, sino que no existe consenso en la afección. Y algunas propuestas revelan un diagnóstico desacertado, además de una ingenuidad peligrosa.
Seducción, empatía, financiación, plurinacionalidad, reconocimiento, reforma constitucional: remedios que los homeópatas de la política no se cansan de repetir y aplicar sin que se atisbe avance alguno en Cataluña. El inconveniente no es que no exista consenso respecto al tratamiento, sino que no existe consenso en la afección. Y algunas propuestas revelan un diagnóstico desacertado, además de una ingenuidad peligrosa.
Junto a la siempre ambigua “reforma federal”, comienza a asomar un reformismo que en los últimos tiempos había permanecido en la sombra. Se trata de quienes consideran que el conflicto en Cataluña no se resolverá federalizando de iure el Estado, sino haciendo casi lo contrario: deshaciendo el famoso “café para todos”. Ahora bien, estos observadores no abogan por la recentralización, sino por una suerte de federalismo asimétrico que estaría en el verdadero espíritu de la Constitución del 78; un espíritu que entienden sucesivamente pervertido —ley orgánica mediante— por las Cortes Generales. Consideran que España resolvería sus problemas territoriales desempolvando la inédita “Constitución de Gades”, aquel borrador de 1977 que reconocía únicamente tres territorios históricos, antes de que las exigencias de Andalucía para ser reconocida como territorio histórico abrieran la cafetera a las demás regiones. Ya saben, de tres parlamentos autonómicos previstos, se pasó a diecisiete, y el tumor territorial estaría precisamente en aquel “no vamos a ser menos” que entonaron algunos.
El diagnóstico que realizan es que de haberse respetado la especialidad de las presuntas naciones históricas, impidiendo la proliferación de parlamentos regionales, se habrían evitado las crisis territoriales de los últimos años. Es decir, el origen de nuestros males está en la homogenización que supuso poner al mismo nivel a regiones anodinas, en muchos casos inventadas, y a “territorios históricos” con “hechos diferenciales”. Parecería que el hecho de que Madrid, Murcia, Extremadura o La Rioja obtuvieran su parlamento y su bandera enfadó tanto a los nacionalistas catalanes que, décadas después, se vieron abocados a romper con el Estado por la vía insurreccional.
Pero esta improbable relación de causalidad entre “café para todos” e independentismo no es lo más grave de este análisis. Lo verdaderamente preocupante es que esta lectura implica una concepción nacionalista del territorio político que compartimos: frente al mapa de la Península estos observadores perciben fronteras naturales que merecen ser reconocidas como tales en la Constitución. Considerar que existen comunidades identitarias prepolíticas (“naciones”, dicen ahora) constituye un error de base: las identidades colectivas no son innatas y, por lo tanto, no pueden ser prepolíticas. No es la nación la que engendra el nacionalismo, sino el nacionalismo el que inventa la nación. Una de las contradicciones más flagrantes de la izquierda reaccionaria consiste en llamar construcción social a casi todo, mientras dan estatus de natural e inmutable a unas supuestas realidades nacionales que, en el mejor de los casos, tienen apenas doscientos años.
Siguiendo con el diagnóstico, esta reforma constitucional no supondría la derogación del texto del 78. Al contrario, sería aplicarlo con más escrúpulo que nunca. El mapa quedaría dibujado con cuatro comunidades históricas: Cataluña, País Vasco y Galicia, y después, “España”. Pero España nunca ha existido con independencia de las anteriores, así que esta reforma supuestamente tan historicista, tan fiel a las realidades culturales de la península, daría como resultado un mapa artificial e inusitado. Y lo que es peor, seguiríamos sin saber si el remedio saciaría la voracidad del nacionalismo. Aunque eso, en realidad, no importa. La propuesta es solo un placebo; uno más. Como nos recordó recientemente la orden que regula los productos homeopáticos, su particularidad es que no curan nada.