En París se baila
Desde 1842, según leemos, no llegaba hasta Portugal un huracán de la magnitud de Leslie. Se trata del quinto huracán tropical en alcanzar la península, conforme a los registros existentes. Y aunque sus efectos no parecen haber sido demasiado severos, el episodio trae a la memoria uno de los más conocidos desastres naturales: el terremoto de Lisboa.
Desde 1842, según leemos, no llegaba hasta Portugal un huracán de la magnitud de Leslie. Se trata del quinto huracán tropical en alcanzar la península, conforme a los registros existentes. Y aunque sus efectos no parecen haber sido demasiado severos, el episodio trae a la memoria uno de los más conocidos desastres naturales: el terremoto de Lisboa. Que no es lo mismo, salta a la vista; pero que no sea lo mismo da valor al contraste.
El Día de Todos los Santos de 1755, un terremoto al que los sismólogos atribuyen un nivel 9 en la escala de Richter acabó con la vida de un tercio de la población de la entonces cuarta ciudad europea: unas 90.000 personas, a las que se sumaron 10.000 en Marruecos y 5.000 en España. Primero el seísmo, luego un tsunami; también incendios provocados por las velas que se habían encendido para celebrar la festividad de los difuntos. El temblor, que se sintió en toda Europa, tuvo consecuencias políticas: interrumpió la actividad colonial portuguesa y permitió al Marques de Pombal atesorar el poder necesario para impulsar la modernización de Lisboa, dándole la forma que hoy hace felices a turistas de todo el mundo.
Filosóficamente, la importancia del terremoto es bien conocida. Voltaire arremetió contra las teodiceas en un célebre poema cuyas lecciones son asimismo aplicables a las teleologías racionalistas posteriores, mientras impugnaba la idea de que las catástrofes naturales fuesen castigos morales:
«¿Diréis, al ver ese montón de víctimas:
«Se ha vengado Dios; su muerte es el precio de sus crímenes”?
¿Qué crimen, qué culpa cometieron esos niños,
sobre el seno materno aplastados y sangrientos?
¿Tuvo Lisboa, que ya no es, más vicios
que Londres, que París, en los deleites hundidas?
Lisboa queda hundida, y en París se baila».
Por su parte, el joven Kant investigó las causas del terremoto, insistiendo en la necesidad de explicarlo científicamente; y no es disparatado pensar que su concepción de lo sublime debe mucho a la desgracia lisboeta. En cuanto a Rousseau, arrimó el ascua a su sardina al culpar del elevado número de muertos al hacinamiento urbano, concluyendo que había que llevar una vida más natural en pleno campo. Pero ninguno de ellos, ni siquiera Voltaire, impugnó eso que Wolfgang Welsch ha llamado el «principio antrópico» de la modernidad ilustrada: la idea que Diderot expresara diciendo que el ser humano es el único concepto del que puede partirse y nada queda fuera de él.
Irónicamente, los episodios climáticos contemporáneos –como el huracán Leslie– apuntan en otra dirección: una en la que Dios no juega papel alguno y el ser humano sí. Ya que, a la vista de la robustez de la teoría del origen antropogénico del cambio climático, ¿tiene sentido seguir llamando fenómenos naturales a huracanes, sequías y olas de calor? ¿No es más apropiado considerarlas fenómenos socionaturales en los que se entretejen dos causalidades separables pero no separadas? ¡Por eso hablamos del Antropoceno! Nada de esto se aplica a los movimientos tectónicos: solo somos sujetos pasivos de su ciega acción. Pero la alteración del clima terrestre sí nos tiene, en esta ocasión, como involuntarios protagonistas. Lo somos de un proceso que, por emplear la conocida expresión del Cándido de Voltaire, amenaza con privarnos del «mejor de los mundos posibles»: aquel que podemos habitar sin mayores contratiempos.