Indultos morales
Comienza a extenderse la sospecha de que el Gobierno podría indultar a los encausados del procés si finalmente el juicio se saldara con una sentencia condenatoria. Los rumores, sumados a las negativas del Presidente Sánchez a desmentirlo en sede parlamentaria, hacen crecer la indignación. Pero lo que debemos temer no es tanto la posibilidad de un futuro indulto formal, sino el proceso de indulto moral que comienza a advertirse.
Comienza a extenderse la sospecha de que el Gobierno podría indultar a los encausados del procés si finalmente el juicio se saldara con una sentencia condenatoria. Los rumores, sumados a las negativas del Presidente Sánchez a desmentirlo en sede parlamentaria, hacen crecer la indignación. Pero lo que debemos temer no es tanto la posibilidad de un futuro indulto formal, sino el proceso de indulto moral que comienza a advertirse. La peor noticia para nuestra democracia no sería que el Estado decidiera renunciar a su poder punitivo en aras del interés público, sino que la sociedad que la conforma absolviera moralmente a quienes han tratado de socavarla.
El estado español tiene experiencia lidiando con crímenes de intencionalidad política. No en balde, la democracia española se gestó entre sendos indultos y dos leyes de amnistía (1976 y 1977), y ha transcurrido combatiendo policial y judicialmente a un grupo terrorista que pretendía liquidarla. El perdón es un recurso legítimo del Estado, pero ha de saber cuándo y, sobre todo, para qué emplearlo.
Los políticos encausados están acusados de atentar contra bienes jurídicos. Se trata de delitos poco tangibles y esto hace que muchos consideren desproporcionadas las penas que solicita la acusación y, en consecuencia, vean con buenos ojos un posible indulto. Más allá de lo que decida en su momento el Gobierno, no hay que restar gravedad a lo sucedido; los delitos políticos poseen una dimensión social de la que carecen otros. Hasta el momento, el reproche penal del Estado ha cumplido sin duda una función disuasoria. Pero no basta con eso. No debemos confundir los peces con el agua en que nadan. El procés, como en su momento la violencia de ETA, es un síntoma del problema, no es el problema. Son la consecuencia de una ideología, el nacionalismo, moralmente indultada durante décadas. El problema no es que en España se cometan delitos de intencionalidad política, sino que una parte importante de la sociedad los tolere. Por obra u omisión, el Estado ha permitido, y como sociedad hemos consentido, que se indulte moralmente a quienes han atentado contra pilares fundamentales de nuestra convivencia. No debemos permitir que eso suceda, con independencia de que los encausados finalmente entren o no en prisión.
En la palabra “indulto” se refleja el rostro entrañable de Oriol Junqueras. El hombre que más empatía despierta de entre los encausados. Un demócrata sosegado y dialogante, dicen. Un hombre que ha mentido deliberadamente a los ciudadanos, como demostró Borrell en televisión. Mintió para agitar bajas pasiones, para generar odio, para extender un sentimiento de agravio. Ha hablado de expolio fiscal y hasta ha esgrimido argumentos biológicos para ahondar en la fractura sentimental entre conciudadanos. Sin entrar a valorar las consecuencias del proceso judicial en que está inmerso, y deseando que transcurra con las máximas garantías, ¿podemos afirmar que Junqueras es un demócrata? Sabiendo que mintió y por qué mintió, ¿merece ser moralmente indultado? Ahora que la sociedad por fin toma conciencia de que no se debe banalizar el término “fascista”, quizá conviene no volver a banalizar el término “demócrata”.